Historia de unas zapatillas

14. diciembre 2009 | Por | Categoria: Reflexiones

Nada más oímos la palabra dinero ya nos ponemos en guardia. Porque sospechamos que se nos va a hablar muy duramente. Y, sin embargo, también se nos puede hablar muy bellamente del dinero. Todo dependerá de la parte por la que se incline el corazón. Porque el dinero es un aliado del mal como puede ser un colaborador extraordinario del bien. El Evangelio, en esto como en todo, la palabra definitiva. Con el Evangelio en mano, se iluminan todos los problemas y para todos se les halla la solución adecuada.

La Humanidad ha caído siempre de rodillas ante el becerro de oro, contra el cual se han despedazado siempre también las tablas de la Ley de Dios. Nunca han pactado ni pactarán Dios y el dinero. El hombre quiere ser rico y busca el dinero sea como sea, al considerarlo como la base de su bienestar, de una vida de placer, de la soberanía política sobre los demás, de la seguridad de la vida, de todo sueño de felicidad… El demonio —que de tonto no tiene nada— se lo ofreció cínicamente a Jesús: – Todo esto te daré, si, postrado en tierra, me adoras. En definitiva, el dinero es la máscara atractiva que el demonio se pone para ser el dios del hombre, desplazando de su sitio al Dios verdadero, del que dice la Biblia: – A él sólo adorarás y a él sólo servirás (Mateo 4,9)

Esto ha sido siempre así. Pero, en nuestros días, el dinero ha abierto esa brecha insalvable entre los hombres con la llamada cuestión social. Porque contemplamos el hecho innegable de que una parte muy pequeña de los hombres acapara casi toda la riqueza del mundo, mientras que la mayoría de las gentes, llamadas del Tercer Mundo, viven en condiciones de pobreza muchas veces desesperante. Viene la consecuencia natural de esa lucha social, que ha llegado tantas veces a las armas, y que ha hecho correr torrentes de sangre. Esta ha sido y sigue siendo la obra del dios oro.

Pero está también la obra del oro de Dios. Porque el dinero, colocado en manos que lo saben manejar, se convierte en fuente de bendiciones para muchos: para los que lo reciben igual que para quienes lo manejan. La Biblia, en el Antiguo Testamento, nos dice unas palabras que parecen hoy desconcertantes:
– ¡Dichoso el rico… porque la generosidad de sus donativos será proclamada por la asamblea de todos los santos! (Eclesiástico 31,8-11)
Jesús lo recomendará después así: – ¡A ganarse amigos con el dinero malvado! (Lucas 19,6) O sea, el dinero —que tantas veces es malo—, se puede convertir, y se convierte de hecho, en una bendición.

Se me ocurre ahora la historia de aquellas zapatillas. Un grupo de gente rica formaba una especie de club para ayudar a los pobres. Y aquel señor de la nobleza francesa visita a una amiga millonaria, a la que encuentra remendándose sus zapatillas.
– Pero, ¿por qué no se compra otras nuevas?
– Porque tengo que ahorrar para los pobres.
– Pues, mire; por ellos venía a verle, para pedirle ayuda.
La señora se levanta, saca del cajoncito el billete de banco más subido, y lo entrega al visitante con la mano izquierda.
– ¿Y por qué me lo da usted con la mano izquierda?
– Para que no se entere la derecha, y ésta no se niegue a seguir remendando zapatillas.
Esto es dar cumplimiento a la profecía bíblica de Isaías: cuando venga Cristo, las lanzas de los soldados se convertirán en azadones y en machetes de agricultor. Como podía haber dicho: serán agujas de coser en manos de mujeres acomodadas, que es igual…

El rico proclamado dichoso por la Biblia es el que no anda detrás del oro, no peca con él ni hace el mal; lo aprovecha para hacer cosas admirables, y, probado por las contradicciones, es hallado un hombre perfecto (Eclesiástico 31,9). Hoy se llevan esta gloria tantos hombres de buena voluntad, que luchan para que se imponga en el mundo una justicia social auténticamente humana y cristiana. Su puesto en la empresa o en el Gobierno es para el bien de los otros, no para provecho propio. Y es una gloria también —volvemos la palabra a Jesús— de los que, practicando siempre con pasión el amor mediante el dinero, saben granjearse con los pobres unos amigos que serán sus mejores abogados ante el Dueño de las cuentas.

Como aquel ricachón, que decía con bondadosa humildad: – Yo he nacido para trabajar y ser pobre (Marqués de Comillas). Derrochaba entre sus obreros, en obras sociales y de caridad, los torrentes de dinero que ingresaban en sus arcas. Hacía con ello honor a la Palabra de Dios, la cual dice de un rico así que ha hecho maravillas. Le dio la razón al Evangelio que le decía: haceos amigos con el dinero malvado… El dinero es el dios oro, ante el que tantos se arrodillan, por desgracia. Pero es también, dichosamente, el oro de Dios, depositado en el Banco de Arriba. Depende todo de las manos en que cae y de cómo se maneja…

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