En la escuela del silencio

8. enero 2010 | Por | Categoria: Reflexiones

Estamos hoy en un mundo de fuertes contrastes, y, así, no es raro lo que nos pasa con el ruido y con el silencio. Cuanta más bulla meten a nuestro alrededor, más ansias se notan en muchos de retirarse —por ejemplo, en un fin de semana— para dedicarse en la soledad a los asuntos importantes de su espíritu. Hasta abandonan la compañía de esas dos amigas inseparables e inoportunas, como son la radio y la televisión, que son amigas muy buenas y que se portan bien muchas veces, pero que les impiden eso que tanto necesitan: estar solos para descansar, para pensar, para reflexionar, para rezar…

Es muy viejo el dicho del sabio, que sentenció: Cada vez que estoy con los hombres, me vuelvo menos hombre. Todos queremos ser personas de valer, y a todos nos dolería el que nos tomaran por personas de poco peso espiritual. Y nos es muy fácil adivinar dónde se esconde un alma ligera, para saber estar al tanto con nosotros mismos.
La persona que no se concentra nunca para pensar en sí misma, sino que vive sólo de exterioridades, de ruido, de distracción, es una persona que nunca se ha valorado, que nunca ha orientado su existencia, que nunca ha sido ella misma, sino que es un eco de lo que piensan, dicen y quieren los demás.

Un profesor de sicología quiso realizar una experiencia muy sencilla, pero muy atinada. Se salió al parque para hacer sus propias observaciones. Se encuentra con uno, y le pregunta:
– ¡Hola! ¿Qué hace por aquí?
– Nada. Esperar el cine, que comienza a las cuatro. De corrillo en corrillo, se le va a uno el tiempo que da gusto. Uno aprende de los demás a divertirse.
– ¿Es todo lo que aprende usted en el parque?
– ¿Y todavía le parece poco? No hay nada mejor para pasar la vida bien y distraída.
El profesor no salía de su asombro delante de tanta necedad y tanto desatino. Y quiso hacer otra prueba. No era muy creyente, pero entró en la vecina iglesia, que a aquellas horas estaba casi vacía. Sólo alguna que otra persona en la soledad del templo. Y se puso a esperar pacientemente a que saliera un hombre, que no había manera se levantase de la banca. Al fin se le acercó callandito.
– Pero, ¿qué hace aquí tanto rato? ¿No se aburre de estar solo?
– ¿Solo?… ¿Solo, cuando estoy con mi Dios y con mis pensamientos? Nunca me siento más acompañado que en este silencio acogedor del templo.
El profesor escribió aquel día en su libreta de notas: He encontrado en el parque al animal que más se parece al hombre, y en la iglesia he hallado al hombre que se siente un hijo de Dios…

Es muy duro el juicio emitido sobre el primero, pero es triste reconocer la realidad que contiene.
Y es muy elogioso el juicio sobre el segundo, que encierra también una verdad muy cierta y consoladora.

Valemos en la vida por lo que somos y llevamos dentro, no por lo que sacamos fuera quedándonos interiormente vacíos. Cuanto más ruido hagamos o nos metan, menos escucharemos el silencio de Dios y la voz de nuestra propia alma. En nuestra existencia, todo va dirigido a un último fin. Hoy diríamos que nuestra existencia tiene un objetivo: Dios. Para alcanzar a ese Dios y hacerlo nuestro, nosotros nos proponemos una meta, que es la oración, la familiaridad con Dios. Sin tratar mucho con Él, ni lo conoceremos, ni lo desearemos, ni lo amaremos, ni nos interesará, ni lo conseguiremos nunca. Sin la oración y el trato con Dios, se nos dificultará cada día más el alcanzar ese objetivo inigualable que es el mismo Dios.

Se comprende entonces la necesidad imperiosa del silencio. Sin el silencio, nunca hablaremos con Dios, nunca sabremos tener oración, nunca haremos de la Biblia el manjar de nuestro espíritu.
En el alma que busca a Dios, se entabla siempre una lucha entre la soledad y el ruido clamoroso que viene de fuera. Por eso, hay que aprender a crearse un desierto en la propia casa, o en cualquier lugar en que queramos establecer contacto con Dios.

Muchas veces repetimos la misma idea: ante los males de hoy, Dios se encarga de suscitar bienes que antes quizá no se apreciaban ni se buscaban con tanto interés como lo hacemos ahora.
Y uno de estos bienes modernos es precisamente éste: que son muchos los que saben retirarse, solos o en grupos, para leer, reflexionar, rezar…
No todo son locuras en las tardes del domingo ni son únicamente las discotecas y los estadios los que se llenan de gente para divertirse.
Las casas de retiro, muchas casas de campo, conventos que se abren a los laicos, reúnen a hombres y mujeres sensatos que saben valorar los bienes del silencio y la oración.

El alma, al ponerse en comunicación con Dios, se mete en un mundo totalmente nuevo. Dios y el alma se tratan con un lenguaje inefable. En la comunicación con Dios se repite siempre lo mismo, y siempre se descubren cosas nuevas. Si le escuchamos, Dios nos enseña continuamente. Su compañía no nos quita la paz. Y, al contemplarlo en silencio, nos vemos más acompañados que nunca.
Al tonto del parque le resultaba esto imposible, y ni se le ocurría que esto pudiera existir. El de la iglesia, lo entendía perfectamente y lo vivía a placer.
El diálogo de Dios y del alma. ¡Dios y mis pensamientos!…

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