Con mi sangre, una vida
16. abril 2010 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesLa generosidad es una de las virtudes que más ennoblecen a una persona. Dar lo que se tiene, compartir con los demás, no ser avaro ni egoísta, vivir el día de hoy para hacer el bien sin preocuparse avaramente por el mañana…, todo eso es lo que siente y vive y hace una persona generosa. Así es como se conquista los corazones. Sabe meterse en ellos, y todos los corazones le pertenecen entonces como si fueran el suyo propio. Me explico con una comparación.
La Cruz Roja de una de nuestras Repúblicas centroamericanas escogió, hace ya bastantes años, este eslogan o lema tan bello:
– Da tu sangre. Salva una vida.
No hay duda de que los donantes voluntarios de sangre han salvado no una vida, sino muchos miles de vidas. Pero el valor supremo de la sangre no está, por muy elevado que sea ese valor, en el líquido rojo que corre por nuestras arterias y venas, sino en el amor del corazón que lo impulsa a entregarse. Amar hasta dar la sangre es lo que eleva un acto humanitario a unas alturas casi divinas.
Porque este hecho moderno de los donantes de sangre nos lleva el pensamiento instintivamente hasta la colina del Calvario, donde un amante —como no ha habido otro igual— dio hasta la última gota de su Sangre para salvar no una vida, sino los miles de millones de vidas que han discurrido sobre la Tierra en siglos y más siglos, ya que por la Sangre de Cristo hemos sido salvados todos para siempre. Como nosotros miramos las cosas bajo el aspecto de la fe, iluminado todo bajo la luz que difunde Jesucristo, eso de la donación de la sangre lo vemos como un testimonio magnífico del amor cristiano.
Da tu sangre. Salva una vida, es ciertamente un eslogan feliz, pero que admite las interpretaciones más variadas.
Uno puede sufrir de anemia, y ése no puede dar sangre.
Uno tiene un tipo de sangre diferente del que piden con urgencia, y ése no puede dar sangre.
Uno tiene tal horror a un simple pinchazo, que no se va a someter a la tortura sicológica de prestarse voluntario para dar sangre…
Pueden existir mil razones para no dar la sangre de las venas. Pero, nos podemos preguntar:
– En vez de sangre, ¿se pueden entregar unas monedas a ése que está sin trabajo y no tiene qué comer?…
– En vez de sangre, ¿se puede ofrecer un poco de nuestro tiempo a ése que está en un apuro del cual no sabe salir?..
– En vez de sangre, ¿se puede prodigar una sonrisa a esa persona a quien vemos consumida por la tristeza?…
– En vez de sangre, ¿se puede escuchar a ése que está pidiendo con lágrimas a alguien que le escuche en su angustia?…
– En vez de sangre, ¿no se puede dar alguna hora semanal a enseñar, por ejemplo, el catecismo a niños cuyas almas hay que salvar?…
En definitiva, puede que de nuestras venas no salga una gota de sangre, pero siempre puede y debe salir de nuestro corazón mucho amor para todos, amor que se traduce en un billete de banco, en un plato de comida, en un vestido o unos zapatos, en un rato con los enfermos del hospital, en una caricia a un niño triste, o en un consejo y un aliento a ese matrimonio que se está deshaciendo…
¿Qué hemos de dar? Lo que el otro necesita y nosotros tenemos. Porque, a lo mejor, el más rico es el ser más menesteroso.
Es un dicho muy verdadero —y muy repetido hoy— eso de que no hay nadie tan pobre que no pueda dar algo, ni nadie tan rico que no necesite algo también. Cualquier donación que se hace a un necesitado es sangre que ha salido del corazón.
Lo más importante en esto de dar —sangre, dinero, comida, vestido, trabajo, tiempo, una sonrisa, lo que sea—, no es precisamente lo que se da. Lo grande y lo importante es el cómo se da, es decir, el amor que se pone en la donación, grande o pequeña, con que se quiere salvar una vida o la felicidad del hermano nuestro que sufre y está en necesidad.
Nos lo explicaba aquel sacerdote ejemplar que estaba construyendo una Casa de Retiro a la que él llamaba La Clínica de los espíritus. Porque —decía— hay que salvar las almas cara a la eternidad lo mismo que salvamos los cuerpos para esta vida.
Pues bien, un día se emocionó grandemente ante un joven obrero, tan gran cristiano como pobre, que se le acerca con un billete en la mano, y se lo entrega con estas palabras:
– Padre, me encanta su obra. Sé que va a salvar muchas almas. Para ayudar a la salvación de una al menos, tenga esta pequeñez. No tengo más.
¿Qué era aquello?… Una gotita de sangre, la más pura, salida de un gran corazón.
“Da tu sangre. Salva una vida”.
Es un lema que tiene mucho más de divino que de humanitario, porque nació del mismo Corazón del Dios hecho hombre, el primero que lo llevó a la práctica de un modo sorprendente, y nos enseñó a nosotros a hacer por los demás lo que Él hizo por todos…