Cuentos con historia
25. junio 2010 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Reflexiones¿Saben en qué se me va a ir la charla de hoy? Pues, en contar dos cuentos o chistes muy conocidos, que no dejan se ser unos chistes o cuentos simpáticos, pero que tienen más de historia que de cuentos o chistes… Y lo interesante es que le vamos a dejar al Evangelio que diga la última palabra…
El primero es el de un rico avaro muy singular. Acumulaba y acumulaba dinero con un afán verdaderamente patológico. ¿Quién heredaría las cuantiosas cuentas bancarias?… Ni él mismo lo sabía. Pero el caso era aumentarlas incesantemente. Y para que en el día de su muerte no abusaran ni con el ataúd, se lo quiso preparar con buena anticipación. Llamó al carpintero ebanista, le dio las instrucciones oportunas, y el fabricante de ataúdes, como es natural, le tomó las medidas pertinentes. Sólo que al estirar la cinta métrica hasta los pies, el rico avariento los encogió de un tirón para que el proyectado ataúd fuera más corto y costase menos…
¡Cuentos!, diremos todos. Ya lo sé. Y yo digo lo mismo. Pero les aseguro que el cuento es la historia verdadera de muchos.
La Biblia nos dice que el avaro es un necio que amontona bienes sin saber a quién irán a parar. El Evangelio lo cuenta con aquella parábola preciosa. El rico, ante la enorme cosecha de aquel año, se decía regodeándose en cada palabra:
– ¿Qué haré con tantos bienes como tengo acumulados?
Y oyó la voz de Dios en lo íntimo de su conciencia:
– ¡Necio! Esta misma noche vas a morir. Y todo lo que has amontonado, ¿de quién será? (Lucas 12, 16-21)
Porque una cosa es la prudencia y el sentido de responsabilidad para asegurarse la vejez y dejar bien a los suyos, y otra muy diferente la necedad de matarse sin saber por qué ni para quién…
El segundo cuento es la medalla vuelta al revés, también muy conocido por todos y que encierra una lección no menos provechosa que el anterior.
Un norteamericano, negociante de verdad, llega a nuestras tierras tropicales y se encuentra con un buen hombre haragán, tumbado a la sombra bajo una palmera, con el cigarro siempre en la boca, y que con un plato de arroz, unos frijoles y algún banano tenía bastante. Era imposible encontrar más tranquilidad en el mundo. El negociante se le enfrenta.
– Pero, usted, ¿por qué no trabaja?
– ¿Para qué?
– Pues, para tener dinero. Para dejar a sus hijos en mejor posición. Para asegurarse la vejez. Para vivir después con toda tranquilidad…
– ¿Para vivir con toda tranquilidad?… Pues eso es precisamente lo que estoy haciendo.
Este tipo es más interesante que el anterior. Y responde a tantos que se pasan la vida en un dulcísimo no hacer nada, que es una pena, una irresponsabilidad, y hasta una bofetada a tantos y tantos, que quisieran tener la dicha de trabajar y no pueden, obligados a un paro que los destroza.
Vemos que todos estos que viven así, en tanta tranquilidad, tienen unas respuestas también muy severas en la Palabra de Dios.
La más dura, la de San Pablo:
– El que no trabaja, que no coma (2Tesalonicenses 3,10)
Y, aunque a otro propósito, se les aplica también la sentencia evangélica de aquel amo, que ordena a sus ejecutores:
– Atad de pies y manos a ese criado inútil y perezoso y metedlo en la cárcel, donde llore lo que quiera… (Mateo 25, 30)
Y entre chiste y chiste, entre cuento y cuento, llegamos a la conclusión más conforme con el Evangelio: ni avaricia tonta ni pereza u holgazanería recriminable.
La avaricia es un vicio que deja malparado a cualquiera. Es un vicio para hacer el ridículo. El avaro se mata de trabajar para acumular dinero y más dinero, y después no disfruta para nada en la vida del sudor de su frente y de los malos ratos que le ha costado el amasar su fortuna. El avaro, por otra parte, no sabe nada de la felicidad que proporciona el dar, el ser generoso, el repartir con el pobre y el necesitado. No conoce la dicha de la caridad.
La pereza, al revés, no es el hazmerreír de nadie, sino que desespera a todos, porque el no hacer nada cuando se puede trabajar, es una ofensa a aquél que se cansa todo el día para cumplir con cualquier deber y para ganarse la vida. No hay derecho a comer lo que a otros les cuesta tanto. El único que tiene derecho a no trabajar es el enfermo, el impedido, el imposibilitado. Al enfermo lo amamos todos y todos cuidamos de él con cariño. Nos contentamos con que rece por nosotros y nos atraiga las bendiciones de Dios.
Esto son la avaricia y la pereza miradas en orden a la vida.
Pero, ¿si miramos al más allá? Mirando a la vida eterna, sacamos la conclusión más sensata y más importante: diligencia suma en el cumplimiento de todo deber, que nos enriquece sumamente, conforme a la palabra del Señor:
– Amontonad tesoros para el Cielo (Mateo 6, 20)
Los tesoros del avaro, no. Los que desprecia el perezoso, tampoco.
Nosotros queremos las riquezas de Dios, que durarán para siempre. Y si podemos ser allá multimillonarios, ¿por qué nos vamos a quedar en unos pobres o poco menos?…