¿El tiempo es oro?

16. julio 2010 | Por | Categoria: Reflexiones

Muchas veces, muchas, repetimos ese adagio —dicen que es inglés, yo no sé— de que el tiempo es oro. Será inglés o no será inglés, pero lo cierto es que no puede resultar más exacto.

El tiempo bien aprovechado es fuente de riqueza. Pueblo que es avaro del tiempo, y que trabaja con tesón, es pueblo rico. Persona afanada siempre en sus tareas, no sabe lo que es la pobreza agobiante.

Acostumbrarse a ser avaro del tiempo es aprender una de las ciencias más provechosas de la vida. Es aprender a ser rico, a ser de carácter, a ser virtuoso. Más todavía, el aprovechar el tiempo las veinticuatro horas del día es lo más propio del cristiano. Porque ese refrán tan certero  —el tiempo es oro—, en cristiano lo hemos traducido de otra manera, y decimos: el tiempo es eternidad.

Esto es muy cierto, pues no hay minuto fugaz en nuestra vida que, al pasar, no quede enclavado en la eternidad que tenemos por delante.  
La eternidad que nos espera será el tiempo que ahora tenemos entre manos, tiempo cronometrado y registrado por Dios.
¿Sabemos, entonces, sincronizar nuestro reloj con ese relojero divino que controla el universo, desde sus principios hasta su consumación?… ¿Está nuestro tiempo acorde con el tiempo que Dios nos da?…

Me sugiere estas preguntas el epitafio que un relojero dejó escrito para su sepulcro, en un cementerio de la vieja Europa, y que se lee así:

Aquí yace el cadáver de un relojero.
La piedad fue el MUELLE REAL de su vida.
La prudencia, el REGULADOR de sus acciones, coordinadas en todos sus movimientos.
Y la LLAVE de su proceder fueron el amor de Dios y del prójimo.
Las HORAS se le deslizaban en una ancha y limpia ESFERA de venturas,
hasta que se le acabó la CUERDA a los ochenta años,
con la confianza de aparecer, limpio de mancha y polvo, ante el SUPREMO REGULADOR de la máquina del mundo (El relojero Milton March)

Es posible que nosotros no entendamos nada en relojería, y que este epitafio nos resulte un jeroglífico. Y más hoy, cuando nuestro relojito de pulsera es un aparato electrónico muy simple…
Pero, puestos a discurrir, pronto vemos que el complejo reloj de este epitafio se reduce a tres piezas bien sencillas.

La primera pieza era el amor intenso que estaba moviendo todo el trabajo de aquel relojero singular. Un gran amor a Dios, en quien piensa siempre —dice el relojero— con la piedad y la oración. Y un amor también grande al prójimo, al que ayuda con sus ahorros.

Poner amor y oración en todo lo que se hace a lo largo del día, es hacerse ricos de una manera fabulosa con las acciones más ordinarias de la vida. Es crecer continuamente en la gracia de Dios y en la santidad cristiana a la que Él nos llama y nos destina.

La segunda pieza de todo aquel trabajo, ya santificado por el amor y la plegaria, era la honradez que produce una paz envidiable en una vida siempre intachable. El relojero demostraba que el vicio no se mezclaba nunca con su trabajo: ni la avaricia, ni las aventuras fuera del taller, ni la ociosidad, madre de todos los desórdenes.

El trabajo, cuando llena por completo las horas laborables, es fuente abundosa de virtud cristiana. Porque el trabajo realizado a conciencia lleva necesariamente al descanso merecido, y el que descanse en el hogar no sabe lo que es eso de cuentos por la calle…

La tercera pieza de ese reloj singular es la confianza en que llegará un día el descanso de todo trabajo, el cual, llevado siempre adelante como un deber, habrá producido unos intereses enormes en el Banco de Dios. Con ello, el relojero demostraba ser un negociante muy sagaz: avaro del tiempo que se hace eternidad, y no del dinero que se gasta…

El relojero en cuestión, a fuerza de medir el tiempo, había aprendido por experiencia la lección de San Pablo, que nos amonesta: El tiempo es breve, el tiempo es fugaz (1Corintios 7, 29)

Y nos enseña el Apóstol a quitar esa malicia inevitable del tiempo como es su fugacidad. ¿Queremos que el tiempo no pase? Hay una manera de conseguirlo, como nos sigue diciendo San Pablo: redimiendo o aprovechando el tiempo, es decir, quitándole esa malicia de la brevedad que tiene el tiempo y convirtiéndolo en eternidad… (Efesios 5,16)

“Perder el tiempo” es una de las frases más necias y suicidas que hemos inventado los hombres. “Aprovechar el tiempo” es la norma invariable, no de un avaro, sino de una persona santa. “Transformar el tiempo en eternidad que perdura” es la sabiduría más profunda y la prudencia consumada.

Un industrial decía muy convencido —y quienes lo conocimos bien sabíamos que decía verdad—: Todo lo que cae en mis manos yo lo convierto en oro.
Listo y trabajador, estas palabras eran en sus labios un honor muy grande.
Es el honor del cristiano, que sabe convertir en oro divino todo lo que toca, porque trabaja con intensidad, puesta la mirada en un mundo que no va a acabar nunca, nunca…

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