Libertad incondicional
1. octubre 2010 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Reflexiones¿Habrá muchas palabras más repetidas por todo el mundo, como la palabra LIBERTAD?… En nuestros regímenes democráticos, esta palabra se nos ha convertido en verdadero santo y seña. Pasaremos por todo, menos porque nos quiten la libertad. Porque los pueblos, igual que los individuos, no anhelan otra cosa que la libertad. Si les damos libertad, aunque sean pobres, vivirán felices. Si les damos todo, quitándoles la libertad, se convertirán en unos miserables seres humanos, como ocurría, hasta hace poco, en los países totalitarios marxistas.
La Iglesia es la gran promotora de la libertad y la que más grita contra cualquier clase de opresión, sea en el plan político, como en el familiar, y, sobre todo, en el de la conciencia.
Nadie de nosotros se escapa de esta regla. Queremos ser libres. El anhelo de la libertad lo llevamos entrañado en lo más íntimo de nuestro ser.
Porque es Dios mismo quien nos ha hecho libres, y es también Dios el primero en respetar nuestra libertad. Todo atentado contra la libertad de una persona es un crimen contra una obra de Dios. Por eso queremos:
libertad en nuestras personas;
libertad en nuestra familia;
libertad en política, desde luego;
libertad en nuestras resoluciones propias.
Desde siempre, en todas las civilizaciones de todos los tiempos, cuando los hombres han querido castigar un crimen, ¿qué han hecho con el culpable? Lo han metido en la cárcel. Y la cárcel, aunque sea una cárcel modelo, aunque al reo no le falte nada, es un castigo terrible, porque es la privación de la libertad.
Cuando, al final de la Segunda Guerra Mundial, los aliados vencedores juzgaron a los jerarcas nazis alemanes, uno de ellos estaba furioso contra la sentencia de cadena perpetua, porque él prefería la horca antes que pasar toda la vida privado de libertad. Y otro, condenado a veinte años, estaba terriblemente deprimido: prefería la muerte rápida, decía él, antes que la lenta de esos veinte años sin libertad… (Raeder y Von Schirach, en Nüremberg)
Pero, sin ir a una cárcel, nos basta visitar una verdadera jaula de oro. A pesar de la vigilancia férrea que reinaba en el harén de un jeque musulmán, vigilancia superior a la de cualquier cárcel de máxima seguridad, una de las pobres mujeres logró evadirse, dejando allí encerradas a sus compañeras de infortunio. Preguntada por los reporteros sobre si le faltaba algo en el harén del ricachón, respondió fríamente:
– Lujo, inimaginable. Comodidad, la que ustedes quieran. Amor, el que te da él cuando le viene bien. Allí no falta más que libertad, y aquello es un infierno.
Pero la libertad, bien máximo del hombre, puede ser un espejismo que nos formamos nosotros mismos y que nos puede engañar lamentablemente. No hay esclavo mayor que el esclavo de sí mismo. Para ser libres, cada uno tenemos que tener el coraje de decir lo del poeta latino:
– Manejo las cosas sujetándolas a mí, y no esclavizándome yo a las cosas (“At mihi res non me rebus subiicere conor”. Ovidio)
Cuando esas cosas nos esclavizan contra la voluntad de Dios, entonces viene la peor de las esclavitudes, de la que nos previene el apóstol San Pablo, al decirnos:
– ¿No sabéis que os hacéis esclavos de aquel a quien os sujetáis, del pecado para la muerte? (Gálatas 4,31)
Cuando las Misioneras de la Madre Teresa de Calcuta quisieron fundar una casa en Estocolmo, abierta las 24 horas del día, el Gobierno de Suecia les negaba el permiso. La razón del Gobierno era en apariencia convincente. Suecia, adelantada como ninguna otra nación, rica y con una Seguridad Social envidiable, no necesitaba de aquel auxilio, pues allí no hay mendigos ni pobres. Cedió el Gobierno, cuando las Hermanas demostraron las muchas personas que encontraban a mitad de la noche desesperadas en las calles:
– En el mismo centro de la capital, en el barrio más elegante, encontramos cada noche prostitutas, drogadictas, mujeres maltratadas por sus maridos o amantes, que pasan las horas amargas en los portales o debajo de los puentes, y entre nosotras han encontrado un rayo de esperanza, pues necesitan comer, una cama para dormir y un cariño que nadie les da (ABC 8-VIII-98)
En Suecia existía y existe una libertad como no disfruta ningún otro pueblo, pero en medio de esa libertad, digna de todo elogio, existe también una esclavitud moral muy penosa.
Jesucristo es quien nos libró de esa esclavitud lamentable. Hasta que no se consigue esa libertad ante el pecado, traída por Cristo, no se conoce la libertad verdadera.
Y así como el hombre esclavo de la Gracia de Dios es un ser libre y feliz, así el que es víctima de cualquier desorden —droga, sexo, alcohol—, es un esclavo que necesita liberación. Uno empieza a ser libre cuando se convierte en
– esclavo de su conciencia,
– esclavo de su deber,
– esclavo de la ley de Dios,
– esclavo de las exigencias del amor.
A esta persona no le ata más cadena que la de Cristo, y ser esclavo del Cristo, el Resucitado, es ser tan libre como el pájaro o el viento…