Un joven nos lo dice
7. enero 2011 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesNo es a un cura al que vamos a escuchar hoy acerca de un problema serio, muy serio, como no hay otro igual. Sino que es a un joven maduro, el cual nos va a contar su experiencia, una experiencia muy feliz después de haber tenido otra experiencia muy dolorosa.
En una Casa de Retiro me enseñaron una página escrita con caligrafía inmejorable. La había enviado un joven de 28 años, que hacía tres meses había practicado allí unos Ejercicios Espirituales. La mandó como un recuerdo agradecido, y con autorización para que la leyesen a quienes quisieran y, si lo deseaban, hasta podían publicarla en alguna revista. El Director, naturalmente, no la entrega a la imprenta, aunque tenga el permiso del interesado, pero la deja leer con la debida prudencia. Yo me limito a leer esa confesión sincera, que puede hacer mucho bien. La leo seguida y sin comentarios.
Tengo cumplidos ya los 28 años, y, aunque acabé con brillantez los estudios, las cosas no me han ido nada bien. Ultimamente, he empezado a vislumbrar un final feliz. Voy ya con mi tercera novia, y esta última parece estar bastante contenta, gracias a Dios, por más que mi pasado le infunde siempre un prudente recelo.
El Director de los Ejercicios, que me cayó bien desde el principio y se ganó mi confianza, quiso infundirme optimismo apenas me vio. Me dijo, ya en la primera entrevista:
– Bueno, pero ahora, ¿cuál es tu principal problema, pues te siento preocupado?
Tirándomelas de listo, respondí:
– Esta vez, Padre, le falla la sicología. Yo estoy satisfecho como nunca. Pero, si me pregunta por mi primer problema, le diré que es el “salvarme”.
El Padre, extrañado, me contesta:
– ¿Salvarte, de qué?
– ¡Toma! Pues salvarme ante Dios para la eternidad.
El Padre no perdía la compostura y serenidad de un director de almas, y me argumentaba grave:
– Comprendo, pero no me refiero a ese problema, que es el primero tuyo, y el mío, y el de todos. Bien; sin embargo, te lo acepto. ¿Y tu segundo problema?
Yo no cambiaba de tema, y le contesté:
– Pues, conocer, conseguir y practicar los medios para salvarme, porque sin solucionar este segundo problema de los medios, no conseguiré arreglar el primero.
El Padre, por seguirme la corriente nada más, me dijo riendo:
– Por lo visto, de chico te aprendiste los versos famosos: Yo, ¿para qué nací? Para salvarme…
Ahora fui yo el que reía, y le contesté:
– Espere, que sigo yo: Que tengo que morir, es infalible. —Dejar de ver a Dios y condenarme— triste cosa será, pero posible…
Nos reíamos juntos, pues aquella octavilla nos la sabíamos de memoria los dos, a cuál mejor…
Me puse de nuevo serio, y entonces me confié del todo al Sacerdote:
– Créame, Padre. El mal que padecemos hoy los jóvenes —y con 28 años encima ya no soy yo tan joven— es habernos olvidado de Dios. Yo caí en la desgracia de los años anteriores porque Dios no me importaba nada. Por ese cuento de la inmunidad de la Universidad, allí me hacía como quería con todas las drogas que me vinieran en gana, porque estaban a disposición de todos sin miedo a la policía.
De libertad sexual, ni hablemos. E imagínese las botellas de cerveza que yo habré destapado.
Los deberes religiosos, abandonados del todo. Diversión, cuanta quería.
La primera víctima fue el trabajo, pues no rendía nada, y estuve a punto de perder el grado en mi especialización. ¿Qué porvenir me esperaba en la vida? Mis dos novias anteriores fueron prudentes, y me abandonaron a tiempo.
La novia que ahora tengo se da cuenta de mi seriedad actual, y creo que tendré una buena esposa, a la que haré feliz, porque yo he cambiado totalmente. Me parece que ya no tendré ningún problema serio, si continúo como voy ahora. Mis jefes están contentos de mí, gano dinero, sé ahorrarlo y tengo a la vista un matrimonio que espero va a ser dichoso de verdad.. Créame, Padre, que no tengo más problema que ese común de todos, como usted me decía: salvarme finalmente ante Dios.
La carta o el artículo del joven, como queramos llamar a este escrito, acaba con esta nota:
Usted, Padre, que es Director de esa Casa, cuénteles a los jóvenes mi historia y cuantas veces quiera. Cuando son como era yo, se figuran que son felices, pero no saben el problema que se crean y la desgracia en que se precipitan. Mientras que si saben volverse a Dios a tiempo, entonces sí que serán felices de verdad.
Ante una página así, tenemos derecho a sentirnos optimistas. Se han podido cometer disparates en la vida, pero una reacción como ésta no tiene precio.
Y me vienen a la mente las palabras de un Obispo (Beato Manuel González), leídas en la primera página de un libro, como verdad incuestionable:
– No son santos los que nunca cayeron, sino los que siempre se levantaron.
Como nuestro muchacho de la carta…