Mimando la raíz del árbol
11. marzo 2011 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesMuchas veces en nuestros mensajes tomamos como tema la FE, la fe en Dios, la fe en Jesucristo. ¿Por qué? Porque la fe es la raíz de todo el árbol.
Sin la fe, ni tan siquiera tenemos el árbol de la vida de Dios.
Si recibimos un día la fe, pero la hubiéramos perdido, entonces tendríamos un árbol muerto, reseco del todo, que ya no vale sino para leña que se echa en el fuego, según palabra de Jesús sobre los sarmientos que se han separado de la vid..
Si nuestra fe es una fe mediana, el árbol vive y vale, pero no vale todo lo que debe valer.
Si tenemos una fe grande, firme, vigorosa, tenemos un árbol robusto también, cargado de flores y de frutos, digno de ser trasplantado del paraíso de la tierra al jardín del Cielo.
En la Palabra de Dios tenemos las dos afirmaciones que, como dos columnas, sostienen toda la doctrina de la fe.
La primera es de la carta a los Hebreos, que afirma categóricamente:
– Sin la fe es imposible agradar a Dios (Hebreos 11,6)
Ponemos una comparación. Supongamos que quieren probar la resistencia de usted, y le proponen:
– ¿Nos permite encerrarle en una casa, sin la más mínima provisión de alimento ni de agua, sin que en ella penetre ni un rayo de luz, y esto durante un mes solamente? ¿Quiere probar así su resistencia?
Su respuesta le saldría de los labios rápida y enérgica:
– ¡No, por favor! A tanto no llego. ¿Quiere usted que semejante casa sea mi tumba?…
Pues, eso es la falta de fe. Sin ella, es tan imposible la vida de Dios en nuestras almas, como es imposible la vida natural sin luz, sin calor, sin alimentación alguna.
La otra afirmación de la Palabra de Dios está formulada en forma totalmente positiva, cuando San Pablo abre su carta a los Romanos con estas palabras:
– El justo vive de la fe (Romanos 1,17)
El creyente se fía de tal manera de Dios y de su palabra, que por nada duda de Él, por nada se separa de Él, por nada le ofende, en todo le agrada, y se le da sin reservas y para siempre.
Pero nosotros añadimos a nuestra fe el calificativo de cristiana. ¿Qué queremos decir con ello? Pues, muy sencillo: que nuestra fe se funda en Cristo.
Muchas veces decimos acertadamente que nuestra religión no es una religión de verdades, ni de prácticas morales, ni de culto, aunque entren también en ella todos esos elementos, sino que es una religión que se centra en una persona: en JESUCRISTO, el cual es el regalo y la revelación de Dios al mundo.
Oímos continuamente decir que fe es creer lo que no se ve, fiados en la palabra del testigo. Esto es cierto, absolutamente cierto. Y mucho más si se trata de la fe en Dios. A Dios no lo ha visto nadie, y sin embargo creemos en Él. Muchas verdades que Dios nos ha revelado no las entendemos de ninguna manera, pero nos fiamos de la Palabra de Dios y creemos. ¿Y respecto de Jesucristo? Exactamente igual. Aceptamos la existencia humana de Jesucristo en la tierra, tan atestiguada por documentos históricos irrefutables. Pero nosotros lo aceptamos también como Dios: verdadero Dios y verdadero Hombre.
Nosotros aceptamos a Cristo. Lo decimos con orgullo y satisfacción. Y ahora, si nos ponemos a desentrañar lo que esto significa para nosotros, vemos que la fe cristiana es un gran regalo de Dios, y es también un compromiso grande en nuestra vida.
Por la fe estamos metidos en Cristo hasta ser uno con Él. Sabemos que el Cristo de nuestra fe es la causa de nuestra salvación.
Agradamos y alegramos el corazón de Dios por nuestra fe, la que Dios nos ha infundido y que nosotros traducimos en obras, las cuales dan testimonio de que creemos y de que nuestra fe no es una fe muerta.
Por eso, que nos arranquen la piel, pero que no nos arranquen la fe.
Que perdamos todo, pero que no perdamos la fe.
Y que nosotros no juguemos con nuestra fe, porque nos jugaríamos a Dios, nos jugaríamos nuestra eternidad.
Veneramos en los altares al Padre Leopoldo Mandic, franciscano capuchino. Un santo moderno, simpático y querido por demás. Era pequeñín de estatura, pues no medía más que un metro con treinta y cinco centímetros. Pero todo lo que tenía de pequeño su cuerpo, lo tenía de gigante su alma y su corazón.
Esclavo del confesionario hasta la víspera de su muerte en Julio de 19042, se pasó catorce horas diarias clavado en el confesionario de su Iglesia de Padua.
Se desplomó cuando iba a decir Misa, y murió con esta exclamación en sus labios:
– ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!
Hecha esta presentación del Santo, vamos a lo que nos interesa ahora. A tantos y tantos penitentes como pasaban por su confesionario, el eslogan que les metía en la cabeza para siempre, a fuerza de repetírselo mil veces, era éste:
– ¡Fe, fe, tenga fe en Dios!
¡Claro! La fe es la raíz. Podemos jugar con las hojas y con algunas ramas. Pero con la raíz, nunca. Por eso la cuidamos, por eso la mimamos. Por eso queremos ser hombres y mujeres de fe…