Arrancando sonrisas
6. mayo 2011 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesTodos hemos hecho muchas veces una prueba muy interesante y llena de encantos con un niñito de pecho. Tenemos delante un bebé en brazos de la mamá y queremos hacerle sonreír. El chiquitín es incapaz todavía de tomar la iniciativa. Permanece seriecito, y, sin embargo, al cabo de un momento hemos conseguido lo que pretendíamos: el pequeñito nos sonríe feliz. ¿Cómo lo hemos logrado? Muy sencillo: le hemos sonreído primero nosotros, y le hemos arrancado la sonrisa suya.
¿Es privativo este fenómeno sólo de los niños pequeños? ¿No es una ley de la vida tanto o más entre las personas mayores? ¿Quiénes son los que se ganan los corazones?
Roban los corazones únicamente los que saben dar el propio corazón y usan el arma más poderosa que existe para esa conquista, como es la sonrisa de los labios y una cara resplandeciente por la simpatía y la amabilidad.
Ni la capacidad intelectual, ni la fuerza bruta, ni el dinero abundante, ni el imperio del mando tienen la mitad del poder que la amabilidad, la simpatía y el cariño.
Resulta entonces que, cuando nos proponemos hacer el bien a los demás, no encontraremos nada que les lleve tanta paz a sus corazones y tanta alegría a sus almas como el amor que adivinen en nuestra cara.
Una revista popular, en plan de encuesta, preguntó a sus lectores:
– Indíquenos cuál es para usted el placer más grande que experimenta en la vida.
Como es de suponer, hubo respuestas para todos los gustos.
Un enamorado contestó: – Dar un beso a la novia es algo único.
Una joven mamá, con toda justicia, respondía: – Contemplar a mi bebé en la cunita me vuelve loca.
Un comerciante comentó: – Acabar con superávit un negocio fuerte me saca felizmente de quicio.
Cosas parecidas fueron diciendo los triunfadores en el deporte, en la política o en los estudios. Y todos tenían razón, porque cada uno expresaba la conquista de su propio ideal en la vida.
Pero una muchacha —¿buena o amablemente vanidosa?— respondió, creo que muy acertadamente: – Mi placer mayor es arrancar una sonrisa. Y arranco muchas.
¡Muy bien dicho! Porque no hay mayor felicidad que hacer felices a los otros, prodigándoles amor. Es el consejo de la Biblia:
– Alegraos y gozad con los que están alegres (Romanos 12,15)
Y si añade San Pablo llorad con los que lloran, es precisamente para arrancarles una sonrisa cuando ven que son comprendidos y que se comparte su dolor.
Hoy repetimos muchas veces que una alegría compartida es doblemente alegría; y un dolor compartido apenas si se siente, porque se ha repartido entre varios corazones…
Si todos tenemos derecho a la felicidad, ¿por qué hay tantos que sufren? ¿Por qué muchos no conocen la alegría? ¿Por qué tanto obrero camina con un rictus de dolor en su cara, cansado de tanto luchar?… ¿Por qué el enfermo está angustiado en su cama?…
A todos esos les queremos y podemos ayudar de muchas maneras.
Y no es la menos importante, sino la principal de todas, el brindarles una sonrisa, para que se vean queridos y que nos sonrían a su vez.
Pero, puestos a discurrir, se me ocurre preguntar ahora a cualquiera de ustedes que me escuchan:
– ¿A quién, sobre todos los demás, quisiera usted arrancar una sonrisa?…
Y me atrevo a insinuarle la respuesta con un ejemplo muy sabido.
Juan de Dios, que había sido antes tan aventurero y después se mataba sirviendo a los enfermos, recibe en su hospital de Granada a un pobre que llega con los pies destrozados y purulentos. Juan se horroriza;
– Pero, ¿dónde has contraído esta enfermedad? ¡Ven, ven aquí, siéntate en esta silla y veremos de hacer algo!
Juan lo va curando con delicadeza máxima, en aquel tiempo en que no existían las anestesias. Figurándose lo que el pobrecito tiene que sufrir durante la medicación, Juan levanta los ojos para reconfortarlo con un mirada bondadosa. Pero, cuál no es su emoción, al ver cómo el enfermo ha cambiado de semblante y no aparece sino la cara radiante de Jesucristo que le sonríe…
Y es que el Evangelio aún no ha cambiado. Jesucristo sigue repitiendo:
– Lo que hacéis a uno de éstos mis pequeños, me lo hacéis a mí (Mateo 25,40)
San Juan de Dios, arrancando esa sonrisa a Jesucristo, nos recuerda una vez más —como si todavía no lo supiéramos bien— que todos nuestras obras realizadas con el prójimo paran definitivamente en Jesucristo.
Las obras de unos, como las de los escandalosos, le hacen a Jesucristo derramar lágrimas y le obligan a amenazar con ruedas de molino al cuello para arrojar al mar a los culpables de la perdición de las almas.
Las obras de otros, las obras de amor al prójimo, le arrancan esas sonrisas más que celestiales.
El apostolado de la sonrisa es el apostolado más eficaz. Porque es testimonio de la alegría del Resucitado que vive en nosotros. Es comunicación del amor que llevamos en el alma. Importa la conquista de muchos corazones. ¿Para nosotros?… ¡Para Dios! Aunque nosotros no nos quedamos pobres, ni mucho menos…