Con vestido elegante

20. mayo 2011 | Por | Categoria: Reflexiones

El Señor Jesucristo por una parte, después el apóstol San Pablo por otra, y finalmente el Apocalipsis, acuden a la imagen del vestido para significar la vida de la Gracia.
Jesús lo insinúa en la parábola de los convidados del rey, que no acepta en la mesa del banquete a ninguno sin el traje de etiqueta.
San Pablo, muy explícito, pide casi a gritos: ¡Revestíos del Señor Jesucristo! (Romanos 13,14; Gálatas 3,27)
Y el Apocalipsis ve a los elegidos que llevan vestiduras de blancura inmaculada.

La imagen del vestido resulta clara para un cristiano. Sería indecoroso caminar en la presencia del Señor vestidos de cualquier manera. Si en sociedad mostramos nuestra educación por la delicadeza y buen gusto en el vestir, en el orden espiritual hacemos lo mismo. Ante Dios, cuanto más elegantes mejor…

Después de tantos años, aún se siguen contando anécdotas y más anécdotas del naufragio más espectacular del siglo veinte, cuando el Titanic se hundía lentamente en el Mar del Norte, aquella noche trágica de Abril de 1912.
La película nos hizo pasar a todos tres horas largas en suspenso, y es uno de esos espectáculos que difícilmente se olvidan.
El barco, orgullo de la marina inglesa, llevaba a bordo gente de la más alta sociedad en aquel viaje de placer. Cuando todo es terror, gritos y confusión en la nave después que ya no quedan más barcas salvavidas, un inglés flemático salía tranquilo de su camarote, vestido impecablemente, con gabán, sombrero y corbata, sonriendo amable y con un excelente sentido del humor. Uno que corría de parte a parte como un loco, le increpa:
– Pero, ¿qué hace usted aquí? ¿Se figura que estamos de fiesta? ¿No ve que nos vamos todos a pique?
Y el interpelado, imperturbable, responde tranquilo:
– Precisamente por eso me visto así. Permítame usted que me presente ante Dios como un caballero.

Esta escena no la trae la película famosa, pero la hemos oído y leído muchas veces.
Aquel señor, desde luego, conocía bien el Evangelio y se sabía de memoria el consejo de Jesús:
– Y vosotros tened bien puestos vuestros vestidos, para que vuestro amo, al llegar, os encuentre preparados (Lucas 12,35-38)
Vestidos, que ante Dios no son túnica ni ceñidor, ni gabán, sombrero, corbata o blue jean, sino la conciencia limpia y las obras impecables de cada día.

Es un placer encontrarse con gente que piensa así sobre la realidad de la vida. Presentarse de este modo ante Dios no es cosa del último día. Es de un día cualquiera, es de hoy, es de siempre.
El hombre —el cristiano, sobre todo— es un invitado de cada día al banquete del Reino. Ha entrado en la fiesta del Cristo Resucitado.
Y el mismo Evangelio le pide llevar el traje de boda siempre puesto, porque ha de ser digno comensal del anfitrión Jesucristo y de su bella Esposa la Iglesia.

Jesucristo, que habla siempre en parábola y comparación, le pide ante todo a su seguidor una limpieza total. ¡Bien bañado, por favor! Que es lo primero que le hizo Dios con el Bautismo, conforme a lo de San Pablo:
– Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios (1Corintios 6,11)
No queda ni rastro de impureza alguna. Cristiano y pecador son dos nombres que se rechazan. No ligan de ninguna manera.

Al cristiano, limpio con el agua bautismal, se le pide después el vestido de gala, que es el mismo Jesucristo, conforme también a lo de San Pablo:
– Habéis sido revestidos de Jesucristo.
Es decir, llevamos en nosotros los sentimientos y ejemplos de Jesucristo, a quien el cristiano imita en cada una de sus acciones. Y Jesucristo es un traje que no pasa de moda…

Finalmente, se le dirá al cristiano que camine siempre con los últimos toques de la elegancia, convirtiéndose así en perfume del mismo Jesucristo, como nos sigue diciendo Pablo:
– Somos olor embriagador, que Cristo ofrece a Dios, olor que es vida de los que se salvan (2Corintios 2,15-16)

Hoy ciertamente asistimos a un naufragio de la fe en muchas regiones antes sólidamente cristianas. Nosotros, bien metidos en la nave de la Iglesia, no pensamos naufragar, desde luego. Pero nadie negará el peligro que nos rodea.
Por eso nos mantenemos firmemente adheridos a Jesucristo, con el vestido elegante de una fe firme que no admite un rasguño.
Y aunque la nave de la Iglesia no fondea nunca, son sin embargo muchos los pasajeros que se meten imprudentemente en lanchas que les parecen salvavidas, y sólo Dios sabe contra qué arrecifes irán a dar…

La gran preparación del cristiano para el encuentro con el Señor es esa fe vigorosa, que Jesucristo compara con el vestido de fiesta y la lámpara encendida en medio de la noche.
Los cristianos revestidos de esta fe son los caballeros y damas elegantes, dignos del Dios que los aguarda, como anfitrión, en la sala del festín…

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