De carbón en diamante

13. mayo 2011 | Por | Categoria: Reflexiones

Una de las maravillas más sorprendentes que contemplamos con mucha frecuencia en la Iglesia es el cambio de vida que se obra en tantos hermanos nuestros. A quienes hemos conocido como una verdadera calamidad moral, los vemos de la noche a la mañana convertidos en unos hombres y mujeres totalmente nuevos, lo que llamamos en lenguaje cristiano unos santos y santas de verdad. ¿A qué ha obedecido ese cambio? Sólo a que han hecho caso a una palabra de Jesús:
– Conviértanse y crean en el Evangelio (Marcos 1,15)

Existen palabras, incluso en el lenguaje cristiano, que no las quisiéramos ni oír. Tal sucede con esa que acabamos de escuchar a Jesús: la palabra conversión. Nos da miedo sólo el escucharla, porque sospechamos lo que nos exige, aunque no adivinamos los bienes que nos brinda. Tanto es así, que el mismo Jesucristo cifra en ella la clave de nuestra salvación:
– Si no se convierten, todos se van a perder (Lucas 13,5)
Que es como si nos avisara:
– Mirad que vais contra vía…, girad pronto y meteros por la otra calle, antes de que venga el choque inevitable.

¿De dónde proviene el miedo que nos da esta palabra, cuyo significado no tiene nada de negativo, sino de positivo totalmente? Proviene de un temor infundado, debido a una falta de perspectiva. No nos damos cuenta de que, si Dios nos pide vaciar la basura del arca del corazón, es para llenarla de joyas a rebosar. Le damos miseria, y Él nos devuelve tesoros valiosísimos.

Pongo como ejemplo el caso de Raúl —al que le doy un nombre que no es el suyo, naturalmente—, un cubano asentado en Estados Unidos, que pasaba ante todos como un hombre de respeto, lo mismo por su dinero y su posición social, como por su influjo entre los exilados de su patria.
Pero en su conciencia —él lo sabía mejor que nadie— y ante su familia y los amigos mejores, Raúl era una calamidad completa. No muy limpio en sus negocios, juerguista y parrandero, estaba en el declive del alcoholismo y su honestidad moral andaba por los suelos.
Hasta que un día apareció luciendo sobre su pecho un crucifijo de oro con un diamante muy costoso. Había ido a la joyería, no escatimó dinero, escogió el mejor y más costoso que pudo hallar, y encargó se lo montaran expresamente para él. Después daba la explicación:
– Hice un Cursillos de Cristiandad, y me di cuenta de lo que había sido yo en mi vida hasta entonces: un trozo de carbón, apto nada más que para arder sin consumirme. Jesucristo transformó aquel carbón negro, y, en vez de un tizón del infierno, espero ser ahora un brillante en la vitrina del Cielo. El diamante de mi Crucifijo soy yo.

El bueno de Raúl nos da así una lección sobre el Evangelio que no se la podemos pagar.
La conversión ha sido obra de Jesucristo.
En la naturaleza, vemos cómo sobre un montón de basura puede florecer un rosal. Así, sobre la miseria del hombre puede Jesucristo realizar una obra maestra.
Es, al fin y al cabo, lo que ha hecho con cada redimido. En verdad, que muchos de nosotros —casi ninguno, mejor dicho—―podremos comprar un gran diamante para lucirlo como un símbolo. Pero lo cierto es que todos los bautizados, si éramos antes sólo carbón, fuimos después transformados por la Sangre de Jesucristo en capital invaluable para las arcas del Cielo.

Cuando se mira así la exigencia de Cristo que nos pide conversión, esta palabra tan temida ya no nos inspira temor alguno.
Valoramos, sí, el aviso de Jesucristo.
Es el aviso que se nos repitió en un rinconcito de Portugal a principios del siglo veinte, y por los labios más dulces que nos podían hablar, como son los de la Virgen, cuando en Fátima se dirige a tres niños incapaces de una mentira, y que nos transmitieron el mismo mensaje del Evangelio:
– El Señor está demasiado ofendido. Si los hombres no se convierten, vendrán grandes castigos sobre el mundo y muchas almas se perderán.
La Virgen sigue el mismo pensamiento del Evangelio, y nos hace ver el fruto de esa vuelta a Dios. A los que acogen ese su mensaje y aceptan su amor, les asegura:
– Serán como flores escogidas, que yo pondré delante del trono de Dios.

Los antiguos profetas de la Biblia amenazaban a cada paso, mientras pedían con ardor al pueblo:
– Israel, conviértete al Señor tu Dios.
No fueron escuchados, y los asirios y los caldeos se encargaron de arrasar la tierra de Israel, de pasar al filo de espada a muchos de sus hijos, y de llevarse cautivos a los demás a tierras lejanas.
Pero, durante el destierro prolongado, los deportados tuvieron ocasión de reflexionar, y, aceptada la conversión, regresaron muchos a su tierra y constituyeron lo que se llama el judaísmo, auténtica gloria del pueblo elegido de Dios.

Tanto a nivel personal como social, Dios nos invita hoy a volvernos a Él. ¿Y una vuelta a Dios va a causar temor? Cuando un padre dice con amor ¡ven!, nunca está con el garrote en la mano, sino con los brazos abiertos para bendecir y para estrechar después fuertemente contra el corazón…

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