¡Otra vez!…
10. junio 2011 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesAl comenzar hoy nuestro mensaje, me he dicho:
– Pero, ¿otra vez? ¿Otra vez vamos a hablar del ateísmo? ¡Si lo estamos sacando cada día!…
Pues, sí, otra vez. Y es que todos los que tenemos algo de fe, y aún estamos interesados en Dios, nos sentimos preocupados por el fenómeno casi ininteligible del ateísmo. ¿Por qué se le ataca a Dios? ¿Por qué Dios no interesa? ¿Por qué se prescinde de Dios?…
Al pronunciar la palabra ateísmo, uno volaba antes sin más a la Rusia comunista. No había para menos, pues durante más de setenta años se le declaró a Dios una guerra sin cuartel.
Sin embargo, nos equivocamos al considerar el ateísmo militante como la peor forma del ateísmo. Si se le ataca a Dios, es porque Dios estorba, y el luchador contra Dios está confesando —o con las armas, o con las leyes, o con los escritos— que Dios existe, ya que nadie es tan tonto como para pelear contra una sombra o contra una bruja imaginaria.
Podríamos decir que el ateísmo militante se parece al pecado de los ángeles que se rebelaron contra Dios en guerra declarada.
Mientras que el ateísmo de nuestra sociedad indiferente, el ateísmo suave y de guante blanco, pareciendo menos diabólico, es sin embargo mucho más nocivo.
El que combate descaradamente a Dios, aunque no lo quiera, se interesa por Él. Pero el indiferente —el que siempre anda diciendo: ¿a mí, qué me importa?—― mata en su raíz hasta la posibilidad de volverse a Dios.
A un obrero de la mina, renegrido por el carbón y con la maldición siempre en los labios, se le preguntó qué pensaba de Dios.
– ¿Qué pienso de Dios?… Cuando los comunistas nos hagamos con el poder, entonces se lo diré bien claro.
Socavada su conciencia por la propaganda atea, renegaba y atacaba a Dios con furor. Hoy, es un creyente devoto, con una fe grande, y se ha convertido en un apóstol de la oración, porque reza mucho y hace rezar a todos.
Con otro pasó algo muy diferente. Como presumía tanto de respetar las ideas ajenas, se le preguntó también qué pensaba de Dios. Y respondió educado y con una sonrisa despectiva que dejaba helado a cualquiera:
– Bueno, es un pensamiento bonito que a muchos les llena, sobre todo a gente pobre o sin cultura. Yo les compadezco. A mí, a decir verdad, Dios no me hace ninguna falta.
Esta respuesta es mil veces más criminal que la del minero resentido. Y nos confirma en nuestra convicción de que la indiferencia es, con mucho, la peor forma del ateísmo.
Viene ahora nuestra actitud cristiana y la respuesta que damos al mundo ante el avance del ateísmo originado por la indiferencia.
Hay que hacer algo. Permanecer con los brazos cruzados no nos lleva a ninguna parte. Y aquí, más que nunca, lo que vale es el testimonio. Los discursos no penetran en oídos que se han taponado expresamente para no oír la palabra de Dios.
A la indiferencia con Dios solamente se le puede oponer el interés por Dios. Y nos empeñamos en que Dios entre por los ojos de todos los que nos ven.
A los que ven el domingo las iglesias llenas, les hacemos discurrir:
– Y éstos, ¿por qué van a la iglesia y no se van de paseo como nosotros, o se van a paseo después de haber ido a la iglesia?…
A los que nos ven rezar, les estamos diciendo sin ofenderles que hay Alguien muy importante en nuestras vidas, aunque no lo veamos.
Al que contempla cómo los enfermos del hospital, o los presos de la cárcel, son visitados con amor y desinterés, le estamos metiendo por los ojos que el hombre es algo más que una máquina, que es un hijo de Dios.
Al que ve cómo vivimos nuestro trabajo, cómo desarrollamos en paz la vida familiar, y cómo procuramos los últimos Sacramentos a nuestros enfermos, le estamos predicando, no con palabras sino con hechos, que hay una vida eterna después de la vida presente.
Vivir así nuestra fe es ir a contracorriente del ateísmo.
Confesar abiertamente nuestra fe, es atacar el ateísmo de la única manera eficaz.
Respetamos a los ateos y les hacemos comprender que no les ofendemos, porque no les decimos palabra ni discutimos con ellos, sino que les mostramos nuestras obras de creyentes: Así prestamos a Dios nuestro mayor servicio, porque así ayudamos al mundo a mantener la fe en el Dios que lo salva.
¡Dios nuestro! La fe se va apagando en muchas conciencias.
Es para ellas como una estrella lejanísima, que apenas pueden percibir.
A los que la han perdido, ¡míralos compasivo, Señor!
Ellos te rechazan, pero Tú los sigues amando.
Y nosotros, ¿qué? Si decimos y cantamos: Estoy pensando en Dios, estoy pensando en su amor, es porque creemos y te amamos… Y una y otra vez seguimos repitiendo: ¡Creo, Señor, creo Señor!…