Rezar y hacer rezar
19. agosto 2011 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesNos encontramos en un momento grandioso de la Historia del mundo, y Dios nos encarga a los creyentes una tarea que nos debe entusiasmar. El mundo nuevo del Tercer Milenio, ¿va a ser creyente o ateo? ¿pagano, o más cristiano que nunca?…
En los siglos dieciocho y diecinueve empezaron los grandes descubrimientos, y el hombre sacó una consecuencia muy tonta. Por creerse un dios, el hombre infatuado desplazó a Dios, y entre los que se creían algo sabios —como ocurría con muchos profesionales— se desarrolló la moda pedante de negar la existencia del Ser Supremo.
En este ambiente encaja la anécdota de uno de los mayores filósofos de entonces, que, enfrascado en los libros, levantó su vista cansada, y, a través de la ventana, contempló la montaña gigantesca que domina toda la región. Y exclamó entusiasmado, en un exabrupto sublime:
– Pero, ¿cómo es posible ver esta montaña y no creer en Dios? (Balmes)
Si tenemos la curiosidad de leer libros sobre religión de esos siglos dieciocho y diecinueve, vemos cómo en los escritores de la Iglesia hay un verdadero afán apologista, es decir, de defender la fe y la religión de tantos ataques y de demostrar por todos los medios posibles que sí, que Dios existe, y que el ser creyentes no es de gente poco instruida, sino que los mayores sabios han creído en Dios y han sabido vivir su fe cristiana.
Las cosas cambiaron mucho en el siglo veinte y ojalá cambien más en el veintiuno. El avance increíble de la técnica, después de unos inventos increíbles, ha llevado a los científicos a creer en Dios mucho más que antes. Pero ese bienestar que ha seguido a tales progresos ha hecho que los hombres se olviden de Dios, porque no lo necesitan… Detrás de un bien muy grande, está apuntando un mal muy grave.
Para que no avance ese olvido de Dios, ¿qué debemos hacer? Podemos pensar en muchos medios, pero no hallaremos ninguno más eficaz que el rezar y hacer rezar. Si una persona no reza, su fe se amortigua hasta desaparecer. Pero si reza, su fe se convierte en un incendio incontenible.
¿Queremos, entonces, que el mundo crea? Empecemos por orar y hagamos que en el mundo se ore fuerte. Si nos obligamos a rezar nosotros mismos y desarrollamos un fuerte apostolado de la oración, habremos prestado un servicio inapreciable al mundo moderno.
El que ora se eleva sobre el mundo material que le rodea y se mete en el mundo supremo de Dios.
El que no ora, por el contrario, desciende de nivel y reniega casi de su ser de hombre, porque no consigue ni mantenerse dentro de su vocación humana.
Se hizo célebre la anécdota de aquel oficial francés que cayó prisionero en el Norte de Africa. Su guardián, un moro mahometano, adoraba a Dios cada día al salir el sol, al mediodía y al atardecer, ante las risas del francés, descreído del todo. Hasta que un día le suelta el moro:
– No te rías, perro francés. Eres perro porque no rezas.
Otro francés, que llenó con su santidad el siglo diecinueve, decía lo mismo de otra manera:
– Hay dentro de nosotros dos gritos: el del ángel y el de la bestia. Si el ángel calla, la bestia grita (San Juan Bautista Vianney)
Un famoso descreído (Víctor Hugo) salió en defensa de las monjas y religiosos que consumen su día en la oración dentro de conventos de clausura, y dijo:
– Sólo un espíritu ligero es capaz de decir que esos hombres y mujeres pierden la vida. Es necesario que haya quienes recen siempre por los que no rezan nunca.
Al mismo tiempo que él, un político, orador, y célebre congresista, afirmaba:
– Creo que los que oran hacen por el mundo más que los que combaten, y que si el mundo va de mal en peor es porque hay más batallas que oraciones. Creo que si hubiera una sola hora de un día en la cual la tierra no enviase ninguna oración al Cielo, este día y esta hora serían el último día y la última hora del universo (Donoso Cortés)
Citemos finalmente a un Papa de la talla de Juan Pablo II:
– La oración es la única cosa necesaria… Por eso deberíamos repetir continuamente a Dios: Señor, enséñanos esta ciencia divina, y ella sola nos basta.
Siempre nos ha preocupado a los creyentes la suerte del mundo. Y, al decir el mundo en nuestro sentido cristiano, ya se ve que nos referimos a tantos hermanos nuestros cuya salvación nos preocupa, pues queremos, como el mismo Dios, que todos lleguen al conocimiento de la verdad y se salven. Convencidos de esta verdad y de la nobleza y santidad de nuestro sentimiento, nos esforzamos en hacer algo por la salvación de esos hermanos. Estamos convencidos de que lo primero es la oración. La Virgen nos lo recodó en Fátima: Son muchas las almas que se pierden porque no hay quien ore por ellas…
No hace falta seguir con más testimonios.
La oración es la palanca que mueve el mundo de los espíritus, y es, a su vez, la palanca con que los espíritus mueven el corazón del mismo Dios.
No hay creyente, de cualquier credo que sea, el cual no esté convencido de que rezar es la primera ocupación, la más importante, la que, al unirnos con Dios, nos eleva sobre todo el universo creado y la que en definitiva salva al mundo.
¿Qué hace falta, pues, para salvar al mundo? Esto: rezar y hacer rezar…