¡Señor, no me des miedo!

16. septiembre 2011 | Por | Categoria: Reflexiones

Hoy quiero comenzar el mensaje con un recuerdo personal que nos puede llevar a una reflexión muy interesante para nuestras vidas.
Se trata de un ejemplo vivido entre nosotros, el de una amiga buena y cristiana de verdad. Se llamaba María, y era una estampa fiel de la otra María, aquélla de la casa de Nazaret. De presencia agradable, siempre sonriente, buena de verdad, piadosa a todo serlo, esposa y madre preciosa.
Pero la buena María llevaba siempre clavada dentro una espina que le atormentaba, y muy agudamente. Esa espina era un inexplicable miedo a morir. A pesar de su inocencia de vida, la muerte se le presentaba dolorosa, enigmática y temible. En su angustia, acudió a un Sacerdote, muy allegado suyo, hombre dotado de un gran don de consejo, el cual le recomendó, sin pensárselo siquiera, que dijera muchas veces esta oración, tan sencilla y con buena dosis de humor:
– Señor, cuando vengas a buscarme, no me des miedo.
María la rezaba siempre. Estaba en la plenitud de la vida, joven aún, cuando una mañana se levantó muy contenta. Como siempre, arregló la casa, fue a las compras, preparó el almuerzo, y fue una por una a la casa de sus hermanos a despedirse cariñosamente. Nadie se lo explica, pero a las pocas horas María era cadáver. Se había ido al Cielo sin miedo alguno…

¿Para qué traigo aquí ahora este recuerdo personal, sobre una amiga de un hogar muy querido? Porque se trata de familiarizarnos con un pensamiento que nos debe llenar de paz. Todos estamos apegados a la vida, y es natural. Esto es una prueba de que Dios nos tiene preparada una vida inmortal. Pero si la muerte se nos ofrece como entrada a esta vida verdadera y definitiva, ¡bienvenida sea! Eso, sí; la queremos como la quiere Dios, tranquila, en paz, serena, dulce. Entonces, como la amiga María, no le tenemos miedo.
¿Miedo, a quién? ¿A Dios? ¿A un Padre que nos ama como ni podemos imaginar?…
¿Miedo a Jesucristo, el Juez que murió para salvarnos?…
¿Miedo a esa vida desconocida que viene detrás, de la que sabemos que encierra, a pesar de su misterio, delicias insospechadas?…

Cuando miramos cada día el telediario en la pantalla, o leemos el periódico, o escuchamos el noticiero de la radio sentimos unos momentos de angustia y pena al oír —sin que falte casi ningún día— una noticia u otra sobre muertes violentas. Pero, ¿es que hay derecho a matar a una persona? ¿Por qué tienen que morir tantos inocentes? ¿Se da cuenta la guerrilla del mal que hace? ¿Miden los asaltantes y asesinos y secuestradores el dolor en que dejan a tantas familias?…
Todo esto nos lo preguntamos cada día, y cada uno de nosotros se responde a sí mismo con esa expresión tan familiar: ¡No hay derecho!… ¡Y claro que no hay derecho!
Pero no vamos a mirar ahora el crimen como sembrador de tanta tragedia. Maldecimos la muerte violenta e injustificada, porque nos quita el derecho que Dios nos ha dado a una muerte serena y pacífica.
Y de esto hablamos ahora. De la vida tranquila querida por Dios y de la muerte dichosa que le debe seguir.
El apóstol San Pablo nos pide que roguemos por las autoridades para que nos procuren una vida tranquila y en paz (1Timoteo 2,2)
En muchas páginas de la Biblia vemos bendecir a Dios cuando daba a uno la muerte serena de los patriarcas y de todos los justos, que pasaban a la mansión de sus antepasados.
Llega la revelación cristiana, y oímos al ángel del Apocalipsis (14,13), que dice:
– ¡Dichosos los que mueren en el Señor! Porque les asegura el Espíritu Santo que descansan de sus trabajos, y que sus buenas obras los acompañan.
Entonces, la muerte cristiana se ha convertido no en un castigo, sino en una esperanza.

La vida y la muerte cristianas se centran en una feliz contradicción. Se nace para morir, y se muere para vivir. Un pagano, sin fe alguna, no entiende esto. Como tampoco lo puede entender quien voluntariamente vive alejado de Dios. Los demás, lo entendemos como la cosa más natural del mundo. Podemos decir que fórmula es ésta:
Vivimos para morir. Morimos provisionalmente. Y viviremos definitivamente para no morir ya más.
Igual, en todo igual que Nuestro Señor Jesucristo.
De Jesucristo nos dice la Liturgia de la Iglesia que en Él brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección. Nace de aquí una gran alegría en el cristiano, que no se siente un condenado a muerte, sino un predestinado a una vida sin fin.

El apóstol San Pablo, consciente de lo que se decía, aseguraba que la muerte era para él una verdadera fortuna, porque le unía de modo definitivo con Jesucristo en su gloria (Filipenses 1,21)
Y Teresita, la gran santa de nuestros tiempos, comentaba:
– ¿Resignación para morir? No, la resignación la necesito para vivir.
Por algo Francisco de Asís llamaba a la muerte La Hermana Muerte, porque tiene los encantos de la hermana más buena y cariñosa.
¡Qué hermana más preciosa que tenemos los cristianos! ¡Qué beso y qué abrazo nos vamos a dar cuando nos encontremos con ella, con una hermana tan querida!…

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