Todo por la Patria

7. octubre 2011 | Por | Categoria: Reflexiones

El amor de nuestro corazón toma muchos rumbos en la vida. La mayoría de las veces va hacia la meta que nosotros mismos le señalamos. Pero hay amores tan fijos y determinados que no necesitan ninguna dirección nuestra. Los llevamos muy adentro, y todos coincidimos en esos mismos amores.
Esto ocurre con el amor a la patria. Hasta aquellos que parecen más indiferentes pueden hacer la prueba de marchar a vivir en otro país. Verán que muy pronto el recuerdo de la patria se convierte casi en una obsesión. Y si alguien tiene el atrevimiento de hablarles mal de la Patria, al instante se convierten en leones para defender a la tierra que los vio nacer.

Este amor a la patria, aparte de ser muy humano, es también un amor que nos lo enseña Dios y que la Iglesia nos lo recuerda y nos lo exige como un deber sagrado.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos advierte:
– El amor y el servicio de la patria forman parte del deber de gratitud y del orden de la caridad (2239)
Por eso mismo, nos compromete a todos los ciudadanos, a los gobernados igual que a los gobernantes, de modo que sigue diciéndonos el gran Catecismo:
– Es deber de los ciudadanos cooperar con la autoridad civil al bien de la sociedad en espíritu y en verdad, justicia, solidaridad y libertad…. La sumisión a las autoridades legítimas y el servicio del bien común exige de los ciudadanos que cumplan con su responsabilidad en la vida de la comunidad política.

Este amor viene a ser casi una ley de la naturaleza. Ni el mismo Jesús se pudo sustraer a ella. Venía para salvar a todos, se convertía en ciudadano de todo el mundo y amaba a todos por igual. Sin embargo, el dolor de su pueblo le arrancó lágrimas a los ojos, cuando miró a Jerusalén y vio la catástrofe que se cernía sobre su patria (Lucas 13,34-35 y 19,41)

Daniel, desterrado en Babilonia, desafiando las leyes del rey, hizo que las ventanas de su habitación se abriesen hacia Jerusalén, y tres veces al día se hincaba de rodillas para rogar al Dios de Israel (Daniel 6,11)

No le preguntemos a nadie —a un campesino lo mismo que a un filósofo— que nos diga a ver qué es la patria, porque nadie nos lo sabrá decir. Pero todos tenemos la idea clara, todos la entendemos, la sentimos y la vivimos también apasionadamente.
Encerrados en la patria, vivimos el amor a la propia familia.
Encerrados en la patria, amamos el suelo y la fábrica y la oficina que nos sustentan.
Encerrados en la patria, queremos al resto del mundo, porque todas las naciones sirven a nuestra patria, lo mismo que nuestra patria les sirve también a ellas.
Encerrados en la patria, amamos al mismo Dios, porque creemos en Él con la fe que se vive en nuestra patria y le honramos con el culto que nuestros conciudadanos le tributan.  
Al hablar de nuestra Patria, miramos el pasado, glorioso muchas veces y otras veces tortuoso.
Vemos nuestro presente, cargado de realidades espléndidas y de inquietudes preocupantes. Contemplamos anhelantes el futuro, con ojos llenos de esperanza.
Y a cada tiempo sabemos darle lo suyo.
– Al pasado —al que ya nada podemos aportar— le tributamos el agradecimiento, a la vez que el orgullo de nuestras almas.
– Al presente le rendimos nuestro esfuerzo, nuestros sacrificio, nuestra generosidad, empeñados en ser dignos de nuestra Patria querida. No somos de los aprovechados, que sólo miran a ver qué pueden sacar de la Patria, sin dar a la Patria más que una palabra bonita, pero muchas veces mentirosa.
– Al futuro lo vamos disponiendo ilusionados y con entereza, sabiendo que la Patria no se detendrá en su camino de gloria y prosperidad; porque el porvenir, preparado cuidadosamente por nosotros, será muy digno del presente y del pasado.

Al entregarnos a la Patria, ¿podemos poner límite a nuestra generosidad?… El calculador no ama, y es siempre un mal consejero. Mientras que al amador no le importa nada ningún sacrificio.

Y, por cierto, al usar la expresión no le importa nada, se me ocurre sin mas un hecho simpático. Cuando se fraguaba ya la independencia de nuestros países, en la metrópoli se libraba una lucha feroz contra el invasor. La Madre Patria se estaba cubriendo de gloria ante Napoleón, que pudo tragarse toda Europa pero que no pudo con el león ibérico. A Napoleón le hizo frente un General mucho más fuerte que él. Ante cualquier sacrificio que exigía la guerra, el pueblo respondía impertérrito: ¡No importa!… Por eso, se preguntó al final:
– ¿Quién ha sido el héroe que ha ganado la guerra?
Y se respondió con mucho acierto:
– El General NO IMPORTA

La anécdota entraña una lección profunda de amor y generosidad.
El amor a la Patria es un amor sagrado, y, como todo amor, es fuerte como la muerte, que exige e impone todos los heroísmos. ¿Y con qué paga? NO IMPORTA. Nuestra paga es ver prosperar a la Patria, donde todos los ciudadanos viven la dicha de la prosperidad y de la paz.
Y no lo dudamos: el día en que no nos importe hacer cualquier sacrificio por la Patria, habremos hecho una Patria grande y libre, en la que todos los amores se vivirán de la manera más feliz…

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