Trabajar… ¿por qué?
28. octubre 2011 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesNunca insistiremos bastante en lo que significa el trabajo dentro de la vida cristiana. Si preguntásemos a muchos qué piensan de su trabajo, nos llevaríamos respuestas desconcertantes.
Aquel socialista ateo preguntaba despectivo:
– ¿Qué tiene que ver el trabajo con la religión?
Y le respondía otro trabajador de la fábrica:
– Lo mismo que tiene que ver el amor con la novia. Si no la quiero, no me molesto por ella. Si la quiero, por ella me mato. Dios me encarga el trabajo, y por Dios me gasto cada día entre las máquinas…
Para muchos, entre el trabajo y la oración media la misma distancia que de la tierra al cielo, porque la oración pertenece al Cielo y el trabajo sólo a la tierra. Así lo creen ellos.
Pero nosotros, no. Nosotros tenemos ideas muy distintas sobre el trabajo, y lo consideramos tan del Cielo como la oración o como cualquier práctica estrictamente religiosa.
Pienso ahora en aquel mi amigo, el bueno de José, padre de cuatro hijos y excelente cristiano, que se pasaba el día metido en el almacén de granos, removiendo montones de sacos, ajustando cuentas en la caja, y, cuando convenía, discutiendo los precios con los clientes.
Estábamos una vez en el negocio y vimos pasar al Sacerdote por la calle, que se metió a saludarnos y a charlar amigablemente con nosotros. José, limpiándose el sudor de la frente, le suelta sin más: -¡Qué suerte la suya, Padre! Siempre mirando hacia arriba y trabajando sólo para el Cielo, mientras que yo vivo apegado a la tierra y mirando siempre abajo.
Al sacerdote le costó convencerle de que él, entre los sacos del almacén, vivía en las alturas lo mismo que el cura cuando celebra la Misa, predica o se mete en el confesonario. Su trabajo era tan santo y santificador como el de una religiosa, como el del sacerdote o el del Papa… A lo que José repuso con humor: -Entonces, Padre, vayan con cuidado. Que, si trabajar es ser santo, a lo mejor les gano yo a ustedes…
Confío que José no olvidó más la lección que le dio el sacerdote. Yo al menos, que estaba allí presente, desde allí en adelante la he tenido siempre muy metida en la cabeza…
Hablando en cristiano, el trabajo tiene muchos aspectos, aunque siempre los reducimos a tres fundamentales, que abarcan todo el plan de Dios sobre el hombre como dueño de la creación y, a la vez, como el Dios que busca adoradores en sus criaturas.
El trabajo es, ante todo, el medio de vida. Muchos lo miran sólo así. Trabajar, para vivir. Trabajar, para comer y para vestir. Trabajar, para tener y pasarla algo mejor en el mundo. No pasan de aquí sus aspiraciones. Y nada tenemos que objetar. Porque mirado el trabajo como camino para una vida desahogada y feliz, es digno, es honroso y altamente formativo.
El inmortal Mahatma Gandhi, acabado el más riguroso de sus ayunos, no pudo tomar sino un poco de alimento líquido. Sin embargo, se vio en la obligación de pedir inmediatamente la rueca y ponerse a trabajar. Se la negaban, naturalmente:
– Pero, ¿no ve que no puede, que aún está casi muriendo?
Y su respuesta fue colosal:
– Si he podido comer, puedo y debo también trabajar.
Y Gandhi, que así contestaba, no era un cristiano, ni había aprendido en la escuela de aquel Pablo, que escribió lo que tantas veces repetimos:
– El que no trabaja no tiene derecho a comer.
Al gran patriarca de la India le bastaba la razón, la dignidad personal, y el ver la multitud de hambrientos que poblaban su patria. ¡Qué no hubieran dado los pobres para trabajar y poder comer!…
Además, el sentido cristiano, lo mismo que el judío antes de Cristo, ha tomado el trabajo como la mejor penitencia por la culpa. Nuestras infidelidades diarias a Dios quedan saldadas con el trabajo, impuesto por Dios a Adán pecador. Por eso nosotros le decimos a Dios con el cantar:
Bendice Tú mi sudor,
y, pues cumplo mi sentencia,
haz que el trabajo, Señor,
me sirva de penitencia.
La Iglesia sigue hoy inculcándonos la penitencia como lo podía hacer y exigir en la austera Edad Media. Las formas de esa penitencia requerida por el espíritu cristiano pueden ser muy variadas. Pero no encontraremos ninguna que iguale en valor santificador al trabajo de cada día realizado con espíritu sobrenatural. Es la penitencia señalada a dedo por Dios en el paraíso, y no creemos que Dios haya cambiado de táctica con los pecadores de nuestro tiempo…
Finalmente, el cristiano mira a Jesucristo en su taller de carpintería o entre las sementeras de los campos, y se da cuenta de que santidad y trabajo, trabajo y santidad, vienen a ser la misma cosa, cuando el quehacer diario se eleva a las alturas de Dios.
¡Trabajo, bendito trabajo que encallece las manos, o quema las cejas y rinde los cuerpos! Dichoso el que sabe tributarle un culto razonable y obsequioso, como lo hacían la Mujer más buena y aquel muchachote fornido de Nazaret…