Infierno…, ¿por qué?

9. diciembre 2011 | Por | Categoria: Reflexiones

Hace ya varios años —era Abril de 1993— que la prensa mundial presentaba una fotografía criminal. En el muro de una casa de Sarajevo, durante la guerra insensata de la antigua ex Yugoslavia, ocupaba su puesto un francotirador, metralleta en mano a punto de disparar, y pintada en la pared, con gruesos caracteres, esta leyenda en inglés:
– Welcome to hell, ¡Bienvenidos al infierno!…

Naturalmente, que no vamos a hablar aquí de aquella guerra de serbios, bosnios y croatas, sino de toda guerra que convierte nuestras vidas en un infierno intolerable. Y no vamos a dar la bienvenida al infierno de la maldita guerra, de cualquier guerra, sino a detestarlo con toda el alma.
Al hablar de guerras, hablamos de guerra en todos sus sentidos y de todos los campos en que se libran las batallas más despiadadas.
La guerra de las armas entre las naciones.
La guerra de los ciudadanos en las pequeñas o grandes poblaciones.
La guerra en los hogares.
La guerra en el propio corazón.
Toda guerra es injustificada. Toda merece nuestra reprobación. Contra toda estamos dispuestos a luchar, precisamente los que no queremos las guerras…

Aparte de la fotografía de aquel periódico, se me ocurre otra escena —ésta es de una película— que nos presentaba a los que salían de un refugio subterráneo después del bombardeo terrible en una ciudad del corazón de los Alpes. La gente aparecía abatida, destrozada, sin ganas de vivir. Levantaban todos las miradas al cielo viendo alejarse los aviones de la muerte, y gritaban con los brazos en alto, las mujeres entre sollozos y los hombres con rabia furiosa:
– ¡Maldita guerra! ¡Maldita guerra!…
La guerra, toda guerra, es un infierno. Y el cristiano, más que cualquier otro hombre, ha de luchar con fiereza en pro de la paz, para vivir no en el infierno, sino anticipadamente ya en el Cielo al que está destinado.

Está, primeramente, la guerra de las armas que sostienen entre sí las naciones, y las guerras civiles de muchos pueblos, guerras que cada día nos traen a la pantalla del televisor escenas aterradoras, capaces de desgarrar el corazón más insensible: escenas de hospitales de sangre, incapaces de dar cabida a tanto cuerpo destrozado por la metralla; ciudades arrasadas por los bombardeos; campamentos de repatriados en condiciones infrahumanas; hambre y miseria por doquier…

El Papa instituyó el día primero de Enero como Jornada de la Paz, y el católico siente como un deber de conciencia el rezar por la paz, una de las intenciones primeras en la oración de la Iglesia.
¡Que la tierra no sea un infierno, Señor! ¡Bienvenidos todos al cielo de un mundo en paz!…  

Están después las guerras sin armas, pero que son también muy dolorosas, y que nos deben tener al tanto.  
Por ejemplo, las que se libran en las poblaciones, sobre todo pequeñas, cuando sus ciudadanos viven divididos por cuestiones que ni van ni vienen; distancian a unas familias de otras; hacen correr chismes que destrozan muchas vidas, y convierten en una triste realidad lo que expresa ese refrán tan certero: pueblo pequeño, infierno grande…
¡Que nuestro pueblo no sea un infierno, Señor! ¡Bienvenidos los que llegan a él como a un rincón del paraíso!…

Hay otra guerra que nos toca más de cerca y que amarga a muchos corazones, aunque deje las casas en pie y no lleve cadáveres al cementerio: es la guerra dentro de la familia. Una guerra inexplicable, pues no se entiende cómo la institución más bella de Dios, fundamentada en el amor, puede convertirse en una tortura inaguantable. ¿Causas de este desorden? Las sabemos todos de memoria y no vale la pena de mencionarlas una vez más. Nuestro Párroco nos contaba que, al salir de una casa, la niña de ocho años le pedía:
– Padre, rece para que papá no tome tanto y venga pronto a casa por la noche, porque padecemos mucho.
Y en otra casa la señora les había enseñado a rezar a los niños:
– Del infierno en la familia, líbranos, Señor.
Yo le diría que cambiaran la fórmula, y dijesen:
Al cielo de nuestro hogar, ¡bienvenidos seáis Tú y todos, Señor!…

Pero aún existe otra guerra peor y más destructiva. Es la que se libra en el corazón del que vive sin Dios, porque se le ha expulsado violentamente del alma. Lo dice la Palabra de Dios: no existe la paz para el impío (Proverbios 15,15), porque vive anticipadamente en un infierno. Mientras que, según la misma Palabra de Dios, sin la culpa que acuse, la conciencia se convierte en un festín continuo.
Al cielo de mi alma, ¡bienvenido seas, Señor!

El soldado de la metralleta invitaba a visitar el infierno de la guerra. Dios nos invita al cielo de la paz, de la paz en todos los órdenes. ¿Sabemos escoger, y nos decidimos a escoger?…

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