El gran Libertador

13. enero 2012 | Por | Categoria: Reflexiones

Cristo nos da la libertad, Cristo nos da la salvación, Cristo nos da la esperanza, Cristo nos da el amor… ¿Llevan ustedes la cuenta de las veces que hemos oído y cantado esta letra?… Y, al escucharla ahora, como principio de nuestro mensaje, todos pueden pensar que vamos a hablar de Jesucristo. Y no. Porque no vamos a hablar de Jesucristo, sino de la libertad ciudadana, de nuestra democracia, de la convivencia social. Pero nos vamos a dar cuenta de que sin esos ideales y esos bienes que nos trajo Jesucristo, ni seremos libres, ni salvaremos a la patria de los males que padece, ni conseguiremos esa fraternidad tan soñada…

Hubo Gobierno de nuestras tierras en aquellos años de represión militar —donde en todas partes veían revolucionarios comunistas— que por poco llegan a cometer un disparate muy divertido, si no hubiera sido trágico. Estuvieron a punto de cerrar un Colegio de Religiosas y de llevarse —¿a dónde?— a la Directora porque oyeron a las alumnas entonar ese canto a Jesucristo.
Como si la libertad cristiana fuera revolución…
Como si la salvación de la patria se pudiera sostener sólo por las armas fratricidas…
Como si tuviéramos esperanza solamente en dictaduras opresoras e insostenibles…
Como si se pudiera conseguir la paz en la sociedad sin el cumplimiento del amor…
Cuando es todo lo contrario. Si queremos libertad sin libertinaje; si queremos igualdad sin injusticias; si queremos convivencia sin rupturas violentas; en una palabra, si queremos prosperidad en el orden, aceptemos los mandatos de Jesucristo, que, sin meterse en política, nos puso con ellos las bases más sólidas de la mejor democracia.

Los derechos del Hombre proclamados por las Naciones Unidas tienden a conseguir en la sociedad aquel ideal revolucionario, que, bien entendido, puede y debe ser fuente de muchos bienes: fraternidad, igualdad, libertad. Hace más de doscientos años que se lanzó a los aires este eslogan, pero sabemos que la mayor de las veces ha sido una falsedad en los países que más lo han gritado.
El fallo ha estado en que los hombres no hemos sabido aceptar las condiciones que exige ese ideal de suyo tan grande.
Los que proclamaron la soberanía del pueblo empezaron por quitar al pueblo todo el poder. El Estado se convertía en dueño absoluto de tierras, de bienes, de todo, hasta de las personas, que es lo más sagrado. Es lo que hicieron las dictaduras, lo mismo la nacionalsocialista que la del comunismo. En nombre del pueblo aniquilaron al pueblo.

Por eso la sociedad libre ha optado por la democracia, como la queremos y tenemos en nuestros países.
Pero, ¿sabemos y aceptamos las exigencias de la democracia? Se ha dicho muy acertadamente que no hay nada que dé tanto al pueblo como la democracia, pero tampoco hay nada como la democracia que exija tanto al pueblo.

Jesucristo empezó por reconocer los derechos de Dios en la sociedad cuando dictó aquella norma suprema: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mateo 22,21). Entonces, empezamos por reconocer estos derechos inalienables de Dios.
Cuando decimos que la soberanía reside en el pueblo estamos jugando con un equívoco. Es cierto ni el Estado ni un gobernante determinado están sobre las personas. Es cierto que el ejercicio de la autoridad lo puede ejercer el pueblo por medio de sus representantes libremente elegidos. Pero debemos reconocer, conforme a la Palabra de Dios, que no hay autoridad que no venga de Dios… Entonces, no se podrá gobernar jamás ni legislar contrariamente a los mandatos de Dios. Según esto, por poner un ejemplo, ¿puede una Asamblea proponer o aceptar el aborto?… Afirmarlo, sería lo mismo que decir que Dios manda no matar y que el mismo Dios autoriza el asesinato…

Jesucristo nos ha traído la libertad y hemos sido llamados a la libertad. Nos libró hasta de la ley que Dios había dado provisionalmente al pueblo elegido para prepararlo a la venida del Salvador. De la ley antigua solamente han quedado esos mandamientos que son de ley natural dictada por Dios para todos los hombres y grabada en los corazones. Entonces, ¿puede admitirse cualquier opresión, venga del legislador que sea? Una ley que oprime al pueblo no es ley que pueda ser aprobada por Dios.

Jesucristo nos trajo la esperanza de un Reino venidero y eterno. Estamos llamados al Reino de Dios y nadie puede impedirnos el caminar hacia él. Todo lo que significase coartar nuestra libertad religiosa, o hacérnosla perder por inconfesables fines sociopolíticos, sería atentar contra la conciencia de los ciudadanos y no podemos aceptar esa opresión que sería la más perniciosa de todas.

Jesucristo, finalmente, estableció la ley del amor. Y es imposible amarse mientras existen desigualdades sociales y económicas opresoras y destructoras de la dignidad humana. O hacemos todos el esfuerzo de trabajar por los más necesitados, o nunca conseguiremos la paz tan deseada. Éste fue el mensaje incomparable de la Madre Teresa y el sentido que guió a la Academia de Suecia a concederle el Nobel de la paz. La paz no vendrá al mundo, y con la paz la libertad, hasta que no tratemos todos de aliviar a tantos

Un gobierno que ya pasó quiso amordazar a unas alumnas que aclamaban a Jesucristo libertador. ¿No hubiera estado mucho más acertado —y hubiera conseguido más— si hubiese impuesto en la República las exigencias de Jesucristo?…

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