¡Qué cuatro palabras!…

16. marzo 2012 | Por | Categoria: Reflexiones

A principios del año 1999, el Papa Juan Pablo II, después de aquellos días inolvidables en Méjico, y antes de regresar a Roma, hizo una escala en Estados Unidos. Y allí, en Saint Louis, Missouri, lanzó una proclama que tuvo gran resonancia mundial, cuando dijo: América, si quieres la paz, trabaja por la justicia. Si quieres la justicia, defiende la vida. Si quieres la vida, abraza la verdad, la verdad revelada por Dios.

Cuatro palabras que son como cuatro puntos cardinales señalados por el Vicario de Cristo para el Tercer Milenio, que ya estaba a las puertas: la Paz – la Justicia – la Vida – la Verdad.

Paz, contra tanta guerra fratricida y tan sin sentido.
Justicia, contra tanta opresión de los más débiles.
Vida, contra tanta muerte injustificada de tantos inocentes.
Verdad cristiana, contra tanta incredulidad.

Son estas palabras todo un programa de acción, no solamente para las naciones poderosas que llevan la hegemonía del mundo, sino para todos los hombres, para cada uno de nosotros, porque todos tenemos los mismos anhelos de bienestar y todos somos corresponsables de la marcha del mundo. Si queremos crear entre todos un Mundo Nuevo, todos luchamos, como frente unido, para que esas aspiraciones se conviertan en realidad tangible.

¿Queremos de veras la paz? El mundo moderno ha presenciado tantas guerras y tan crueles, y todas tan sin provecho alguno, que al fin han hecho de la paz un sueño dorado. Todos los pueblos sueñan en la paz. Todos los líderes religiosos piden oraciones por la paz. Y todos nos vemos obligados a trabajar por la paz, cada uno en su esfera de acción. Jesús proclamó dichosos a los que trabajan por la paz, a los constructores de la paz, y los llamó hijos de Dios.

¿No nos toca esto algo a todos nosotros? Para lograr la paz en el mundo, empezamos por poner paz entre nosotros mismos, en el hogar y en la oficina, entre las familias de nuestro pueblo y entre los partidos políticos… Porque la guerra no la hacen solamente las armas, sino que estropean  también la paz los odios y los rencores, las rivalidades deportivas igual que las contiendas sociales… Sin la paz, se nos echan encima todos los males; y con la paz, tenemos asegurados todos los bienes.

Estamos todos acordes cuando decimos que queremos la paz. Pero la paz tiene como condición la justicia. ¡La justicia! Otra palabra mágica en nuestros días. Sobre todo en nuestra América Latina. En vano soñamos en la paz mientras no desaparezcan la pobreza injusta, la opresión de muchos trabajadores, la marginación social que padecen tantos hermanos nuestros… Ciertamente que se va ganando mucho terreno en este sentido. Pero falta mucho todavía que hacer. Y hay que seguir por el camino de la conversión del corazón. Cuando hay amor, hay también preocupación por los hermanos más desfavorecidos. Mientras que si falta el amor, resultan inútiles todos los gritos contra las injusticias sociales.

La consecuencia más dolorosa del materialismo que embota muchos corazones —y consecuencia también de las guerras y de la injusticia— es el poco aprecio de la vida, que se manifiesta no solamente en la práctica del aborto, sino también en la poca asistencia a los enfermos, a los niños desnutridos, a los que dejan de existir por el abandono en que los tiene la sociedad. Contra esa cultura de la muerte se alza vigorosa la cultura de la vida. Una persona vale más que todo el universo material, porque el universo —con bella expresión de la Biblia— se gastará como un vestido o un manto viejo, mientras que una persona, cualquier persona, tiene un valor eterno, porque no morirá jamás…

En nuestros países jóvenes y cristianos no podemos admitir prácticas que nos vienen impuestas de fuera, por intereses económicos o por modas del bienestar materialista… La vida —la del anciano y la del enfermo terminal, como la del que comienza a existir en el seno de la madre— es don de Dios y es tesoro sagrado. ¿Quién tiene entonces derecho a privar de la vida a nadie, si el único dueño de la vida es Dios?…

El Papa, en aquella alocución famosa, señaló la verdad revelada por Dios, es decir, la verdad cristiana, como la solución a todos los males de la guerra, de la injusticia social y de los atentados contra la vida. Para que el mundo adquiera conciencia de esos males y trabaje por la paz, por la justicia y por la vida, no tiene más remedio que hacer caso a Dios, que nos ha dado su Palabra, nos ha manifestado su voluntad y nos ha señalado el camino del bien. Si se le hiciera caso a Dios, ¿qué males azotarían al mundo? Ningún mal, por supuesto. El mundo nadaría en un lago de felicidad. De ahí la necesidad de la Nueva Evangelización. Al asimilar la Verdad de Dios, el mundo se dará cuenta de lo que conduce a la verdadera paz.

Como siempre, todo esto parece que no dice para cada uno de nosotros, porque se habla del mundo en general, de ese mundo que nos rodea, y que parece tan alejado de nosotros. Pero eso nos toca a todos.

Si todos nos formamos conciencia del bien de la paz, todos seremos personas de paz y todos se hallarán bien a nuestro lado…
Si todos sentimos la injusticia que padecen nuestros hermanos, todos tendremos entrañas de misericordia y de amor, y todos haremos lo posible por aliviar los males ajenos…
Si todos estamos convencidos del valor de la vida, no admitiremos jamás teorías favorables al aborto, ni a la eutanasia, ni a nada que ponga en peligro la vida de nadie…
Si todos conocemos y amamos la Verdad de Dios, la verdad cristiana, y nos formamos seriamente en ella, nadie hará triunfar el error en el mundo, porque hallará en nosotros un dique insalvable…

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