Caminando por el 2000
4. mayo 2012 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesEra ya el último año del siglo XX y del segundo milenio, y una editorial italiana quiso lanzar un Calendario que preparase bien la entrada en el tan esperado 2000. ¿Cómo despedía Dios el siglo? ¿Cómo quería Dios el nuevo Milenio?
Desde que Jesucristo dijo la última y definitiva palabra de Dios, Dios ya no habla más con palabras, sino con gestos. El Magisterio de la Iglesia, a la que Jesucristo hizo depositaria de la fe, nos enseña recordándonos lo que dijo Jesucristo, pero no dice ni una palabra de más. Por lo mismo, miramos los gestos, las acciones, los acontecimientos de la Historia, y en ellos descubrimos lo que Dios quiere de nosotros.
Y abocados ya al final del siglo y del milenio, hemos contemplado en la Iglesia dos figuras —un hombre y una mujer— de talla excepcional y casi sobrehumana: el Padre Pío y la Madre Teresa de Calcuta. Dos personajes admirados y aceptados por todos, católicos y no católicos, creyentes y no creyentes.
Basta ser personas de buena voluntad para inclinarse reverentes ante ese hombre crucificado y todo de Dios, igual que ante esa mujer de seducción espiritual irresistible. El Padre Pío nos ha dicho que el hombre tiene necesidad imperiosa de Dios, porque Dios, el Absoluto, es lo único que cuenta en la vida.
Y la Madre Teresa nos ha enseñado el amor y la entrega sin límites a los demás como el fin más noble al que podemos consagrar nuestra existencia.
El Calendario en cuestión, entonces, iba titulado con estas palabras: Hacia el 2000 juntos con el Padre Pío y la Madre Teresa, dos guías singulares. Y explanaba su pensamiento: el Tercer Milenio será diferente y nos dará un Mundo Nuevo si los hombres ponemos a Dios en el centro de toda actividad humana, y, como una consecuencia necesaria, si nos amamos unos a otros sin distinción alguna, sin más preferencias que el ayudar precisamente a los más necesitados.
Con el Padre Pío y con la Madre Teresa Dios ha suscitado ante nuestros ojos atónitos la imagen viviente de Jesucristo, el que salvó al mundo con la Cruz y el que sigue enseñando al mundo el mandamiento del amor.
El caso del Padre Pío no tiene explicación humana. Humilde sacerdote y religioso capuchino, morador de un convento muy pobre en un pueblecito del sur de Italia. El año 1918 aparecen en su cuerpo marcadas misteriosamente las Llagas de Jesucristo Crucificado, que no se le borrarán sino con la muerte, cincuenta años después, en 19068. La gente lo percibe, y acude al Padre para orar con él, para confesarse con aquel hombre de Dios, para recibir en su iglesita el Cuerpo del Señor en el Sacramento. No hay nada espectacular, sino presencia silenciosa y elocuente de Dios.
Un conocidísimo y autorizado escritor, decía: El Padre Pío es un hombre que reza, un hombre que hace rezar (Graham Green). Y el Papa Pablo VI, no mucho después de la muerte del Padre Pío, afirmaba: ¡Mirad que fama ha conquistado! ¡Qué clientela mundial ha reunido entorno a sí! Pero, ¿por qué? ¿Porque era un filósofo, porque era un sabio, porque contaba con medios a su disposición? No. Sino porque celebraba la Misa humildemente, confesaba desde la mañana hasta la noche, y era —es muy difícil explicarlo— un calco perfecto de las llagas de nuestro Señor. Una “clientela mundial”, decía el Papa. La inmensa casa de la Asistencia para los enfermos y la obra social para los pobres son un milagro de Dios. Ha habido que hacer en aquel pueblecito pequeño, donde reposan sus restos, una iglesia con capacidad para treinta mil personas, pues cada año son de seis a nueve millones los visitantes. Y el día de su beatificación, Roma fue un verdadero alboroto. Allí nadie se entendía y nadie era capaz de poner orden en aquella organización tan desorganizada.
El Padre Pío es un reclamo de Dios al mundo. Pero ha demostrado también que el mundo, a pesar de tanto alejamiento de Dios, suspira por Dios, por el Absoluto, por lo que traspasa las fronteras de la vida presente, en una palabra, por el amor y por la búsqueda de la Vida Eterna.
¿Y qué decir de la Madre Teresa? Lo que ha hecho esta monjita por el mundo con el sari hindú y con su sonrisa, no tiene tampoco explicación humana. Tan menudita de cuerpo, y de talla tan gigantesca, definida así por el Presidente de Estados Unidos: La fe irreductible de la Madre Teresa ha mitigado los sufrimientos de millones de personas. Si alguna vez ha existido un corazón puro, ha sido el suyo (Bill Clinton).
Las innumerables fotografías que se le han tomado sorpresivamente en todas partes, siempre nos han presentado la misma imagen: con la manos juntas e inclinada la cabeza en oración, o sonriendo a todos de manera inenarrable. El Papa Juan Pablo II pudo decir al tener noticia de su muerte: Doy gracias al Señor porque nos ha dado esta mujer. Ha sabido hacer sentir la ternura de Dios a los derrotados por la vida.
El amor, demostrado con una sonrisa, fue su gran secreto, amor que se derramó en ayudar a los más pobres entre los pobres y con él removió la conciencia de un mundo sumergido en el egoísmo. Sus palabras son famosas: Nosotros no necesitamos bombas ni armas. Nuestra arma es el amor: amor a los leprosos, a los ancianos, a los moribundos, a los paralíticos, a todos aquellos que no tienen nada y no son amados de nadie.
Estos dos santos —un hombre y una mujer—, nos están diciendo a todos: Ya lo ven, somos de su mismo tiempo. Hombres y mujeres juntos, ¿quieren construir un Mundo Nuevo en este Tercer Milenio? ¡Es tan sencillo, si todos se empeñan! Que Dios sea el primero y el todo. ¡Vuelvan a Dios! Y den amor al hombre. ¡Amen a todos los hombres, abrazándolos sin distinción alguna! Que Dios sea todo en todos, y todos los hombres no tengan sino un solo corazón.
Dios, sin palabras, nos ha brindado estos dos gestos de su amor. ¿Los entendemos?…