Los adictos y los libres
11. mayo 2012 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesHoy estamos proclamando a todos los vientos la libertad; sin embargo, sabemos que nunca ha habido en el mundo más esclavos que ahora. Aunque los esclavos de hoy son muy diferentes de los de antaño. Los esclavos antiguos eran esclavos de otros hombres. Los esclavos modernos —sobre todo en la llamada sociedad de consumo o sociedad del bienestar, la sociedad rica— esos esclavos actuales son esclavos de sí mismos. ¿Y cuál de las dos esclavitudes es la peor?…
Una persona es esclava cuando depende totalmente de otra. Cuando se trata de la esclavitud consigo mismo, a esta dependencia se le da hoy el nombre de adicción. Es decir, esa persona es de tal manera adicta a una cosa que no se puede librar de ella. Ponemos como ejemplo los casos más conocidos.
Decimos que fulano de tal es adicto al juego, porque no cae en sus manos un centavo que no pare en la mesa de las cartas, en la lotería o en las apuestas del deporte.
Otro es adicto al alcohol, porque no hay manera que deje de tomar, le haga bien o le haga mal. La bebida se le ha convertido en una necesidad.
Hay quien es adicto al sexo, porque no hay mujer detrás de la cual no se vaya, o no hay hombre al cual no persiga.
Una persona es adicta a la droga, porque sin la droga no puede pasar..
Otra será adicta a los tranquilizantes, porque sin ellos ni puede conciliar el sueño ni está en calma un momento.
Aquella de más allá será adicta a la televisión, porque no hay modo de que deje la telenovela por nada, aunque le robe horas de trabajo, le llene la cabeza de fantasías, le lleve a cometer mil disparates y le impida cumplir sus deberes más elementales.
Y hay quien será adicto al trabajo, porque, como necesita dinero para todas esas cosas sin las cuales no puede vivir, se dará a trabajar de manera desmesurada, aunque con ello se rinda y no pueda más.
¿Qué decir de la adicción?… Antiguamente se le daba el nombre de vicio, pero hoy somos más comedidos al hablar, y hemos sustituido una palabra por otra. Porque se trata muchas veces de una costumbre no culpable. La persona cayó en esa esclavitud por causas a veces muy ajenas a su voluntad. ¿Tenemos entonces derecho a llamarla viciosa? Y aunque la costumbre actual haya tenido un origen culpable, la persona que se halla en esa situación nos merece todo respeto, es digna de nuestra atención, y le queremos prestar toda la ayuda que podamos a fin de que se vea libre de una esclavitud siempre dolorosa.
Es un hecho que siempre que nos encontramos ante personas adictas a una de esas cosas concretas que hemos enumerado, nos viene la pregunta: ¿Y qué vamos a hacer, cuando no hay nada que hacer? Porque la cosa ya no tiene remedio…
Hablar así es desconocer la fuerza de la voluntad humana y, sobre todo, es ignorar por completo el poder de la gracia de Dios. Sí que es muy difícil curar a un adicto. Nos sabemos todos de memoria que muchos se proponen el remedio, pero se cansan pronto, y vuelven a las andadas en la primera ocasión.
Pero sabemos también que son muchos los que vencen cuando se lo proponen de veras, cuando se les ayuda, y cuando acuden a Dios.
En la Historia de la Iglesia tenemos casos bellísimos a montones. Santos que veneramos en los altares o que van camino de ellos, fueron unos adictos terribles. Pero una voluntad enérgica y la gracia de Dios triunfaron de todo.
Agustín, el gran San Agustín, nos dice de sí mismo en sus Confesiones que no había manera de librarse de la lujuria… Y, sin embargo, fue valiente y se libró.
Camilo de Lelis, soldado, se daba de tal manera al juego que, para tener más dinero con que jugar y seguir perdiendo, llegó a vender hasta la armadura militar, exponiéndose con ello a juicio sumarísimo, a cárcel interminable o a la misma muerte. Convertido, fue un Santo sin otra adicción que la adicción divina de los enfermos, a los que sirvió con heroísmo sobrehumano.
Thais, la mujer legendaria de Egipto, dejó la vida de prostitución y llegó a ser una santa muy querida en los siglos de la Edad Media.
Matt Talbot en nuestros días, el santo peón irlandés del puerto de Dublín, un borracho perdido, dijo un día: ¡Basta! ¡Ni un trago más!, y hasta su muerte ya no supo lo que era tomar ni un trago de vino, una gota de licor o una cerveza.
No digamos que no se puede vencer. Hoy ya no son únicamente los Alcohólicos Anónimos quienes nos cuentan cuantas victorias queramos. Existen grupos anónimos de adictos al sexo, a la droga, al juego y a tantas costumbres más, a cual más perjudicial. Con la ayuda mutua, con la fuerza de la voluntad, y más que nada con la gracia de Dios —que invocan con humildad y constancia ejemplares—, saben salir triunfadores de las situaciones más desesperadas.
Todos ellos contemplan a los derrotados. Pero saben mirar también a los que luchan con generosidad. Y se preguntan como Agustín, cuando veía a hombres castos y a muchachas puras: Y lo que éstos y éstas han podido, ¿por qué no lo voy a poder yo?…
Porque somos libres no aceptamos en política a los aborrecidos dictadores. ¿Y vamos a ser dictadores de nosotros mismos? ¿Y no vamos a librar a cualquier hermano y amigo de esas dictaduras que los esclavizan de manera inmisericorde? Antes les llamaban vicios; hoy, adicciones. Pero no discutimos de nombres. No queremos esclavos, sino seres libres. Esto es todo…