¡Alárgame la mano!…
1. junio 2012 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesNo se escucha nunca sin emoción en el Evangelio de Juan la queja del paralítico de la piscina: Señor, no tengo a nadie que me ayude a bajar al agua para ser curado (Juan 5,7). Y el pobre llevaba así treinta y ocho años… Suerte que allí se presentó Jesús y acabó con la miseria de aquel pobre hombre.
Es una historia que se repite cada día. A nuestro alrededor, multitud de personas gimen bajo el peso del dolor físico, moral, espiritual, lo mismo da… Nadie hace caso de ellas. Pero, menos mal si tienen la suerte de encontrarse con Jesús que les sale al encuentro. Ese Jesús que se puede esconder lo mismo en las manos de una señora rica que en el taller de un pobre zapatero…
¿Es que no conocen ustedes la página del novelista ruso?…
Un buen zapatero soñaba una noche que al día siguiente iba a pasar Jesucristo delante de él. No podía con tanta alegría al despertarse. Pero, como no sabía ni cuando ni dónde se iba a encontrar con el Señor, se puso a remendar zapatos para ganarse también el pan de aquel día, que transcurrió de la manera más normal.
En su pequeño taller no se oía más que el ¡Pim, pam! ¡Pim, pam! del martillo sobre los clavos en las suelas. Eso sí, no se cansaba de mirar por la puerta a ver cuándo pasaba Jesucristo. Pero en vez de Jesucristo, ve a una pobre mujer que se iba a suicidar, llevada de la desesperación, y le dice.
– Señora, ¿qué le pesa? ¡Por favor, entre!…
Escucha la historia dolorosa de la mujer, y la tranquiliza:
– No se preocupe. Eso no es nada. Ya verá cómo se le pasa todo. Si continúa la desesperación, venga aquí, pues aquí encontrará un amigo que le ayudará.
La mujer se calma. Reza. Y se va por fin llena de paz, mientras se dice: – ¡Ay, qué buen viejo este zapatero remendón!…
Hacía mucho frío fuera, y pasa un pobre barrendero de las calles.
– ¡Entre, entre! ¿Ya ha comido algo?… ¡Venga, caliéntese y tome este bocadillo, que no le irá mal!…
El barrendero, después de calentarse y de comer algo, salió feliz a continuar su duro trabajo, mientras bendecía a Dios:
– ¡Si todos fueran tan buenos como este zapatero!…
Pero el zapatero llegó a la noche casi de mal humor: ¡Yo que pensaba ver a Jesucristo, y ahora me doy cuenta de que todo lo de la noche anterior no fue más que un sueño!…
Aunque, como cada noche, también ésta tomó la Biblia para leer un trocito antes de dormir, y le salió por casualidad aquello de Jesús en el Evangelio: Lo que hicisteis a uno de éstos, me lo hicisteis a mí.
Una oleada de calor empieza a inundarle el cuerpo, salida del corazón:
– ¡Jesucristo! ¿Eres Tú el que me has visitado en la pobre mujer, en el barrendero y en los demás que a los que yo he ayudado?… (Tolstoi)
Y en el cuento del novelista está sintetizada toda la doctrina cristiana sobre la ayuda a los demás. Es Jesucristo quien sigue pidiendo ayuda. Y es Jesucristo quien ayuda a los demás por nuestras manos. Jesucristo es a la vez mendigo y repartidor de bienes. Todo es cuestión de que Jesucristo encuentre alguien que en su nombre quiera tender la mano a los demás. Porque cualquiera que está necesitado lanza el grito lastimero del salmista: Mi corazón no espera otra cosa que miserias. Aguardé que alguien se compadeciese de mí, pero no hubo nadie que me viniera a consolar (Salmo 68,21)
El sufrimiento de hoy no es nada nuevo. Desde que el hombre salió del paraíso, la tierra se convirtió en una tragedia. Pero las condiciones de vida actuales han hecho que una gran parte de la humanidad sufra como quizá no se sufría antes. El Papa Pío XI consideraba nuestro tiempo como uno de los más calamitosos que ha visto la historia desde los días del diluvio.
Es cierto que no debemos exagerar, como si nadie se compadeciese de los que sufren o no se hiciera nada por ellos. Muy al contrario, hoy florecen las instituciones benéficas por todas partes y en una abundancia consoladora.
El Voluntariado y las Organizaciones no Gubernamentales prestan unas ayudas notables y muy meritorias. En todos los pueblos se fomenta la solidaridad ante las desgracias comunes. Y son muchos los corazones que se vuelcan hacia las personas que se sienten afligidas.
La Iglesia Católica, en especial, sigue cumpliendo su misión de caridad con una gran fidelidad al encargo de Jesucristo. Lo reconocía el famoso fundador de la dinastía Rockefeller, protestante, cuando afirmó:
– La Iglesia Católica Romana es ciertamente la institución que mejor practica en todo el mundo el arte de la caridad. Muchas veces me he quedado maravillado del provechoso empleo que hacían de un poco de dinero los sacerdotes y las monjas de la Iglesia Católica. Acaso haya que atribuirlo a la larga experiencia que les han dado los siglos; pero es lo cierto que nadie en todo el mundo ha logrado crear una organización tan perfecta de caridad.
Un testimonio como éste del gran filántropo, que no era católico, no deja de ser un estímulo que nos impulsa a practicar el gran mandamiento de Jesús. El cristiano ama. Y porque ama, ayuda. Ayuda de todas maneras. Al pobre, con dinero. Al desconsolado, con una palabra amorosa. Al que llora, con unas lágrimas también. Llorar con el que llora es hacer bajar en el termómetro los cien grados de dolor hasta dejarlos casi en cero…
Cuando se ama, la ayuda al necesitado se convierte en una obsesión casi divina. Como le ocurrió a Carolina, la emperatriz de los austríacos, que, en trance de muerte, le pregunta angustiada a su esposo Francisco: ¿Y quién cuidará ahora de mis pobres?… Fueron las últimas palabras salidas de aquel corazón tan bello.
¡No tengo quien me ayude!, le dijo el paralítico a Jesús. Y Jesús puso el remedio. Hoy, no hay nadie que se parezca tanto a Jesús como el que sabe ayudar a cualquier necesitado…