La escuela ideal

29. junio 2012 | Por | Categoria: Reflexiones

Hace ya muchos años —fue cuando el Presidente Kennedy propuso la Alianza para el Progreso— que un periódico suramericano alzó el grito: ¡Muy bien! Pero que todo ese dinero que se nos promete vaya, ante todo, para la escuela, para la formación. Si tenemos hombres, tendremos una América nueva. Si nos fallan los hombres, seguiremos tan retrasados como antes.

Con estas palabras, un poco duras, hacía el periódico en cuestión el gran elogio de la escuela. Porque la escuela, continuadora de la tarea del hogar, es la encargada de darnos hombres y mujeres hechos y derechos, hombres y mujeres cabales, dignos de sí mismos, de la familia, de la sociedad y de Dios.

El hombre y la mujer vienen al mundo como simple materia prima, que Dios pone en otras manos para que lleven adelante la obra apenas empezada por el Creador. La familia primeramente, y la escuela y la Iglesia después, han de llevar a término feliz una empresa tan grande como delicada.

Hoy los Estados han tomado como responsabilidad primera la educación del niño y del joven. La escuela se ha convertido en la niña de los ojos de la sociedad. Al menos, así debería ser, y, gracias a Dios, así es en la casi totalidad de las naciones. Comprobamos que naciones pequeñas, pero que miman las escuelas, se hacen naciones grandes y respetadas por todos.

Lo malo es que hay muchos pueblos en los que no se colabora lo debido con las instituciones docentes.
Hay grandes sectores en los que no se exige con energía a las familias el mandar sus niños a la escuela: las autoridades deberían ser rigurosas con los padres descuidados que aceptan el tener hijos analfabetos.
Así como las familias —en los pueblos y aldeas del campo sobre todo— deberían exigir a las autoridades el ser atendidas en esta necesidad primera de contar con las escuelas adecuadas para la debida formación de sus niños.

Pero no venimos ahora con lamentaciones ni a señalar defectos, pues nuestro fin es muy distinto. Lo que nosotros pretendemos es estimular a nuestras familias y a los maestros a ayudarse mutuamente en la labor primarísima de la formación de los niños.

La escuela da a los niños la oportunidad de relacionarse ampliamente con otros niños, que de este modo se forman y educan para la vida social.
En la escuela aprenden a ser generosos al compartir desde pequeños muchas cosas de la vida.
En la escuela se estimulan a superarse noblemente unos a otros, con calificaciones honrosas y con premios merecidos.
La escuela, bien organizada y bien llevada, entrena y educa a los niños para el deporte sano, de modo que sea formativo, ya que después será para ellos una actividad que ejerce tanto poder.
El maestro ha sido considerado siempre como una persona superior.
En tiempos de Jesús, ser maestro era una distinción muy singular, profesión que exigía la edad de treinta años, según la costumbre de las escuelas de Jerusalén.
En los pueblos de Grecia, cuna de nuestra civilización, el maestro era la figura más relevante. Y en la Iglesia de la Edad Media, los maestros que surgieron en las catedrales y conventos fueron los formadores de aquellos pueblos, bárbaros en un principio y después tan sabios.

Hoy los maestros y maestras —tan abundantes, gracias a Dios, entre nosotros— deben ser considerados como los grandes bienhechores de la patria. Su actividad la desarrollarán en una escuela grande o pequeña, pero su misión es tan grande en la escuela humilde de una población campesina como en la más acomodada de la gran ciudad.

Cuando la escuela tiene al frente maestros y maestras conscientes de su alta misión, la escuela viene a ser como una segunda madre. Decimos que lo aprendido en las rodillas de la madre no se olvida nunca, porque se imprime de tal manera en la mente del niño, que forma en él como una segunda naturaleza. Pues eso mismo pasa con lo aprendido en la escuela, cuando el maestro toma a pechos su misión educativa.
En la escuela, el maestro y maestra imbuidos de la altura de su misión, no sólo enseñan letras y números, sino que forman al hombre y la mujer en los principios de la vida social; le inculcan los deberes patrios; estimulan los sentimientos nobles: la delicadeza, la sinceridad, la honradez, la nobleza de alma…

Todo esto lo consiguen, sobre todo, cuando los maestros y maestras están penetrados del espíritu cristiano. Una escuela totalmente laica —en la que no se permitiera ninguna instrucción religiosa o moral—, sería una escuela a la que faltaría algo esencial. El haber quitado de las escuelas el Crucifijo, que antes no faltaba en ningún centro docente, no ayudó nada al bien de los niños. Hoy esa deficiencia la suple sólo la conciencia cristiana de los educadores.

¿Y cuáles son los resultados de la formación en esa escuela ideal en la que se forma el niño? Un gran filósofo lo resumía con estas palabras: Un solo profesor bueno es capaz, en algunos años, de producir beneficios inmensos a un país: él trabaja en una modesta cátedra, sin más testigo que unos pocos jóvenes; pero esos jóvenes se renuevan con frecuencia, y a la vuelta de algunos años ocupan los destinos más importantes de la sociedad.

Jesucristo dijo: Dejad que los niños vengan a mí (Mateo 19,14). Ese llevar los niños a Jesucristo no lo tomamos como misión exclusiva de la familia y de la Iglesia. La escuela, con maestros y maestras excelentes, es una gran colaboradora de Jesucristo, que sabe pagar con muy buenos sueldos lo que se hace por Él y por los intereses más sagrados de su Reino…

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