La fe en nuestros pueblos

8. junio 2012 | Por | Categoria: Reflexiones

¿Se puede —mejor dicho, se debe— fundamentar una República, un Estado, una Nación sobre la Religión? Hecha esta pregunta en otros tiempos dentro de un país católico, hubiera tenido una respuesta inmediata: ¡No! ¡No puede ser! Un Estado debe ser confesional. Debe tener la Religión como su fundamento insustituible. Hoy, ya no hablamos así. Preferimos decir que el Estado respete la Religión, pero que no sea precisamente un Estado confesional.

Sin embargo, la pregunta no está fuera de lugar del todo. Porque hoy, como ayer, decimos nosotros, los creyentes, que sin Religión —sin un Dios que nos sostenga, nos gobierne, nos pida responsabilidades, y sea el último recurso de la vida ciudadana—, será imposible al Estado mantener el orden, la justicia, la honestidad, el sentido de responsabilidad. Si la última palabra la tiene el Estado, nos bastará a los ciudadanos burlar la autoridad para hacer después lo que cada uno quiera.

Por eso, como creyentes y como ciudadanos responsables, nos empeñamos en mantener dentro de nuestro pueblo la fe, el culto, el respeto a Dios. Porque sólo así habrá también confianza mutua, honestidad, paz, moralidad, seguridad. Lo cual se resolvería, finalmente, en prosperidad para todos.

Entre los pueblos antiguos, Esparta se lucía como ninguno por las virtudes ciudadanas de sus habitantes. Valientes en la guerra, la ciudad no estaba amurallada ni contaba con defensa alguna. Unos visitantes le hacen al Jefe esta observación:
– ¿Cómo es que Esparta no está rodeada de murallas?
Y la respuesta ha pasado a la Historia:
      – Lo que hace fuertes a las ciudades no son los maderos ni las piedras, sino las virtudes de sus ciudadanos (Agesilao el Grande, rey de Esparta)

Nosotros estamos muy conformes con esta afirmación. Pero, nos preguntamos: ¿es que puede haber virtudes ciudadanas si no se tiene fe en un Ser Supremo, si no se cuenta con Dios, sin el convencimiento de que hemos de responder de nuestras acciones ante Dios, como personas individuales y como miembros de la sociedad?
El Presidente Roosevelt, tan gran estadista, y nada de católico, lo expresó claramente:
– No hay sistema educativo, ni sistema de gobierno que no fracasen un día… Toda la genialidad de la policía para imponer la ley será ineficaz si no existe en el pueblo la voluntad firme y enérgica de cumplir la ley. Y esta voluntad no la puede producir el Gobierno, sino la religión… No conozco otra fuente de fuerza moral que la que mana de la religión.

La Biblia nos lo dice con la máxima autoridad de Palabra de Dios:
– La justicia es la que engrandece las naciones; pero―el desorden —el pecado—― hace desdichados a los pueblos (Proverbios 14,34)
Los Papas —que, como Vicarios de Jesucristo, nos dan a nosotros la interpretación más genuina de la misma Palabra de Dios— nos lo enseñan sin rebozo. Valga por todos lo que nos dice León XIII, el Papa de la Cuestión Social, y respetado por amigos y por enemigos de la Iglesia, que escribía:
     – Es cosa cierta que desaparece la fuerza de los poderes públicos cuando se menosprecia o no se tiene en cuenta la religión. Y añadía el mismo Papa: Los que quieren a la sociedad civil libre de todo deber religioso, obran no solo injustamente, sino con gran ignorancia y absurdamente.

A pesar de que muchas naciones, antes muy cristianas, se están hoy secularizando de manera alarmante, sin embargo no dejan de reconocer que sus mejores días y los de más esplendor fueron aquellos en que la religión era la vida del pueblo. Nunca llegaron a tanta altura las leyes, las letras y las artes como cuando la religión informaba toda la vida ciudadana.
Después, cuando la religión se debilitó notablemente, hubieron de sufrir las malas consecuencias de la rebeldía, el desorden, la inmoralidad.

Es muy conocida la carta que un gran estadista francés, incrédulo total, escribió a un amigo poco antes de morir:
     – Me voy de este mundo. Usted sabe que durante toda mi vida me he burlado de la religión, igual que hacían todos mis compañeros. Ahora estoy seguro de que es imposible edificar un orden social sobre la irreligión o incredulidad. De haberlo comprendido antes, lo habría proclamado sin miedo a las burlas. Le autorizo a usted a manifestar públicamente esta mi opinión para enseñanza de las generaciones jóvenes (Clemenceau, en una carta a Hervé)

¿Qué queremos decir nosotros con todo esto? Pues, muy sencillamente: que como ciudadanos, y no solo como cristianos, tenemos pleno derecho —y no sólo obligación—, a mantener y promover en nuestros pueblos los derechos de Dios en la vida pública. La religión tiene manifestaciones que no son únicamente valores folclóricos —por ejemplo, las fiestas patronales y las procesiones—, sino que sirven para recordar a todos que Dios es el primero y que debemos mantenerlo en su lugar.

Si tenemos la obligación de respetar la fe y las creencias de todos los ciudadanos, no por eso estamos obligados a renunciar a nuestra propia manera de pensar frente a los deberes religiosos. Somos creyentes. Somos cristianos y católicos. Y ponemos nuestra fe al servicio de nuestro pueblo, sabiendo que de este modo contribuimos grandemente a la paz y al bienestar de todos.

Los destinos de los pueblos están en la mano de Dios. Mantener a Dios en el pueblo es crear un pueblo grande, sano, respetado. Dios es la mejor garantía de nuestra grandeza.

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