Al gozo verdadero
24. agosto 2012 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesUna oración del Misal va a ser hoy el hilo conductor de nuestra reflexión. Le dice así a Dios esa oración bellísima: Oh Dios, que unes las almas de los fieles en una misma voluntad: concede a tu Pueblo la gracia de amar lo que mandas y desear lo que prometes, para que en medio de la inestabilidad de las cosas humanas tengamos fijos nuestros corazones allí donde se hallan los verdaderos goces.
Esta oración se ha metido en lo más profundo del corazón y en las realidades más concretas de la vida. Y ante la equivocación de tantos hombres, le pide para los hijos de la Iglesia la verdadera sabiduría, a fin de que su paso por la vida no sea un fracaso sino un éxito rotundo.
¿Qué vemos a nuestro alrededor? Una desunión grande de los corazones, porque cada uno busca su propia felicidad donde piensa que la va a encontrar, y no se estrechan para ayudarse e ir todos a la una en la consecución de la felicidad y de la paz. Sólo Dios es capaz de apretarnos a los unos con los otros en un esfuerzo único para que todos seamos felices.
Ciertamente, que todos amamos mucho, ¿pero amamos lo que debemos? Esta oración señala a nuestro amor una meta que a algunos les podrá parecer extraña: amar los mandamientos de Dios. Gran parte de la sociedad los rechaza, desde luego. Pero, ¿acierta la sociedad al alejarse del querer de Dios?
Soñamos en muchas cosas bellas que nos pueden hacer felices, es cierto. Pero, ¿atinamos de veras? Eso en que soñamos, ¿puede compararse y superar a lo que Dios nos promete?
Nuestro mal está en creer que lo que soñamos, esperamos y tenemos va durar para siempre. Pero si vemos que se nos escapa de las manos, ¿puede darnos una dicha cumplida?
Una vez más que, al plantear así el problema de la felicidad, podemos parecer pesimistas. No, ¡por favor! Precisamente lo que pretendemos es no engañarnos y tener bien amarrada la felicidad en las manos, de manera que no se nos escape.
Queremos que sea una realidad lo de la canción juvenil: Yo quiero ser feliz, llenar mi vida de una nueva luz, la que se encuentra solamente en Jesucristo, el que dijo: Yo soy la luz del mundo, y el que da la felicidad con su paz, tan diferente de una paz y de una tranquilidad ilusorias las más de las veces: Mi paz os dejo, mi paz os doy, y yo no la doy como la da el mundo (Juan 14,37)
Cosas que pasaban antes y cosas que siguen pasando hoy. Dos príncipes, con derecho al trono, Luis y Rodolfo. Los dos buscan la felicidad de la vida, pero los dos por diferente camino. Luis es el mayor, y a él le toca reinar. Sin embargo, un día le dice a su hermano: ¿Quieres la corona? Te la cedo. Abdico en tu favor. Rodolfo la acepta contentísimo. Al poco tiempo, Luis pregunta a Rodolfo, el nuevo heredero: ¿Cuál de los dos crees tú que es el más feliz? -Yo, por supuesto. La corona y el trono me hacen soñar. Carlos, sin ningún derecho ya al reino, se retira a un monasterio de monjes para dedicarse darse del todo a Dios en la oración y la vida retirada. Rodolfo empezó a reinar. Carlos vivió siempre con la sonrisa en los labios y con un corazón rebosante de paz, y Rodolfo, siempre con preocupaciones y amargado, terminaba sus días bajo el puñal asesino en una conjura…
Es la historia de todos. Dios en el corazón, felicidad asegurada. Dios ausente en la vida, amargura quizá muy profunda, que pocos se atreven a confesar. Aunque siempre hay alguno que dice la verdad sin miedos, como aquel incrédulo francés, Premio Nobel de Literatura, continuamente agasajado por tantos admiradores, pero siempre vacío por dentro. Llega la hora final, agarra la mano de su secretario, y confiesa bien alto para cuantos le quisieran oír:
– Nadie en el mundo es tan infeliz como yo. Se ha dicho repetidamente que era dichoso. Nunca lo he sido, ni un día, ni siquiera una hora (Anatole France)
Esa oración que hemos traído y comentado quiere enseñarnos a poner el centro de nuestras aspiraciones allí donde están los verdaderos gozos. ¿Es que no los hay en la tierra? ¡Pues, claro que los hay! Dios nos creó en un paraíso, y, aunque expulsados de él por la culpa, la vida está llena de bendiciones de Dios que nos hacen feliz la existencia.
Porque, ¿quién niega la dicha del amor? ¿Quién niega las alegrías del hogar? ¿Quién niega la dulzura de una amistad sincera? ¿Quién niega el disfrute de placeres inocentes, desde un plato exquisito y el perfume de una flor, hasta un día en la playa o la excursión a un país lejano que nos abre todas sus maravillas?…
La vida es bella y Dios quiere que la vivamos en paz. Y por eso Dios nos manda amar sus preceptos, porque están dictados para nuestro bien y nuestra dicha.
La Iglesia, al hacernos rezar así, no quiere sino que demos consistencia y estabilidad a nuestros sueños de felicidad. Si no se mira al futuro, lo de aquí no nos llenará nunca el corazón. Porque, por bello y bueno que sea todo lo que soñamos y hasta tenemos, lleva en sí la marca de lo pasajero. Y es mucho mejor, es lo único seguro, hacer eterna esa felicidad temporal. Un poeta, con verso fino e intuición profunda, lo cantaba así:
– Palacios forja mi débil fantasía; — mas no me hacen feliz si están en el suelo, — pues todos los palacios de los hombres yo daría — por un nido de golondrinas en el cielo (Verdaguer)
Creados por Dios en la felicidad y para la felicidad, la culpa de Adán puso un paréntesis en nuestro gozar. Pero Dios, por fortuna nuestra, se saldrá con la suya.
La desgracia que permanecerá para siempre será precisamente para el que triunfó de momento, pero fue después derrotado por Jesucristo. Nosotros, en Jesucristo, tenemos el gozo asegurado. No habrá guapo que nos lo quite de la mano…