Los fariseos y los nobles
10. agosto 2012 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesTodos los que conocemos un poco el Evangelio tenemos muy metido dentro el odio al fariseísmo. ¡Ya le dio buenos palos Nuestro Señor!
Desde entonces, uno de los baldones más graves que le podemos echar en cara a cualquiera es decirle, sin tapujos: ¡Fariseo!…
Porque el fariseo es la estampa de la hipocresía, y el tipo hipócrita nos repugna a todos. Nada decimos de quien comete un error, porque un error —hasta el mayor disparate en el orden moral— lo podemos cometer todos. Y basta la lealtad para reconocerlo, y entonces nadie condena a nadie. Para el error, para la debilidad, todos tenemos palabras de comprensión y todos sabemos mostrarnos generosos.
Lo que no pasamos —lo que no tragamos, decimos con frase familiar— es el engaño calculado, el esconder la maldad con capa de bien, el ocultar las malas intenciones con apariencias de verdad.
El caso más típico de todo el Evangelio lo tenemos en el hecho de la mujer adúltera. Allí está delante de Jesús, muerta de vergüenza, sabiendo que los jefes del pueblo, los escribas y fariseos, ya le han dado la sentencia: será matada a pedradas sin remisión.
Delante de Jesús también los fariseos, celosísimos guardianes de la tradición de Israel, los piadosos del templo, los de las largas oraciones, los intachables e inmaculados cumplidores de la Ley.
Jesús se limita a desenmascararlos con una invitación curiosa y justa: Quien de vosotros esté sin pecado —sin ese pecado del adulterio, se entiende— que tire la primera piedra.
Todos los presentes aplaudieron al agudo Maestro y se desternillaban de risa al ver cómo los acusadores empezaban el desfile escapándose mudos uno tras otro, y todos también aplaudieron con entusiasmo y hasta con lágrimas en los ojos la palabra definitiva y amorosa de Jesús: Yo no te condeno, mujer. Vete en paz, y no peque más (Juan 8,1-11)
Esta escena del Evangelio vale por todos los discursos que Jesús nos hubiese querido predicar sobre la maldad del hipócrita, que miente y engaña con capa de bueno, y sobre la bondad que hay que tener con quien ha cometido un error, porque es una persona magnífica, aunque haya podido ser débil.
No vayamos a pensar que la generación de los fariseos se extinguió con la desaparición del judaísmo de los tiempos de Jesús. No; el fariseísmo continúa en el mundo, y ojalá no se nos meta nunca entre los hijos de la Iglesia. Si esos hechos de Jesús con los fariseos quedaron consignados en el Evangelio escrito, fue porque el Evangelio es para todos los tiempos y la Iglesia debía estar prevenida.
En los primeros siglos se dio el fenómeno con las sectas de entonces. La principal, la de los arrianos, que se declaraban la Iglesia verdadera, pero negaban hasta la Divinidad de Jesús. Eso, sí: lo hacían como si fueran los santos y depositarios de la verdad de Dios. Con apariencias de bien, sembraban todo el mal. Pero vino un San Ambrosio, gran Obispo y Doctor, y los desenmascaró con la autoridad de Jesús en el Evangelio, haciendo ver a todos que sólo procedían por afán de lucro y de dinero ganado hipócritamente:
– Pon tu vista —aconsejaba el Santo—, pon tu vista en los arrianos. No se preocupan sino de lo terreno; buscan la alianza con el poder de los reyes, con el fin de atacar con todas las armas la verdad de la Iglesia. Son pródigos en discursos altisonantes, pero niegan hasta al Hijo de Dios.
Esto, como vemos, no es nuevo en la historia de la Iglesia. En cuanto al poder civil, tampoco resulta una novedad. Para conseguir poder y dinero, se ha recurrido a veces al fariseísmo más descarado.
Como aquel príncipe que se jugaba el trono de Francia y había de fingir la papeleta de mostrarse buen católico e ir a una celebración en la iglesia. Fue, pero antes confesó su intención con una frase que se ha hecho tan famosa: París bien vale una Misa.
Y en nuestros días asistimos al espectáculo del dictador comunista que simuló sus intenciones entrando en la capital con las medallas y escapularios sobre el pecho…
No, el fariseísmo no ha muerto…
Pero sobre esa hipocresía colectiva de algunas entidades religiosas o sistemas políticos, está la hipocresía individual, la de quien se aprovecha de apariencias buenas para engañar en la vida social. Porque la detestamos, queremos estar prevenidos contra ella.
Y para eso, nosotros queremos tener siempre en nuestro trato como norma de vida la conducta y la enseñanza de Jesús, nuestro querido Maestro.
La sinceridad y la nobleza con todos.
La compasión y la generosidad con los que cometen un error.
La humildad en nuestra oración a Dios, que se rinde siempre ante quien reconoce sus faltas.
Tanto como aborrecía Jesús el fariseísmo hipócrita, otro tanto y más admiraba y quería esas virtudes, tan humanas y tan divinas, cuando las distinguía en cualquier persona. Ningún pobre, ningún enfermo, ningún pecador le espantaba, y ante todos ellos se inclinaba para levantarlos.
A estas horas, Jesús no ha cambiado de condición. Los sinceros, los nobles, los compasivos, los generosos y los humildes, le arrebatan el corazón. ¡Qué poco cuesta ganarse el Corazón de Cristo y el corazón de los demás! Basta decirle a Él, y a cualquiera que nos rodea: Yo soy así. ¿Verdad que me aceptas como soy?…