La decisión de los valientes

28. septiembre 2012 | Por | Categoria: Reflexiones

No sé por qué, pero, discurriendo sobre una lección que aprendíamos en el Catecismo cuando éramos niños, no me ha gustado nada aquel último de los pecados capitales: ¡La pereza!
Y me he preguntado: ¿Por qué tienen que nombrarnos la pereza? ¿Es posible la pereza en nuestras relaciones con Dios? ¿Tan poco nos entusiasman Dios, Jesucristo, la Virgen, la Iglesia, la Vida Eterna, los Hermanos…, que tienen que llevarnos a rastras para hacer algo por todos estos ideales? ¿No sería mejor que nos lo propusieran en forma positiva, y poner como la primera virtud de un cristiano la diligencia, la decisión, la entrega…, que forman valientes en vez de los cobardes que engendra la pereza?…

Éste era mi pensamiento de hoy, y ésta va a ser nuestra reflexión en este día. Vamos a pensar en la decisión de los valientes… Si nombramos la pereza será para maldecirla, y, en el mejor de los casos, para que nos haga ver a contraluz lo bella que es la diligencia cristiana.

Cuando tomamos el Evangelio, vemos cómo Jesús —en las parábolas con que nos prepara para el día de las cuentas— fustiga duramente y da fuertes palos a los negligentes. Así mismo, cómo colma de alabanzas y promete premios estupendos a los valientes, a los generosos, a los que han trabajado fuerte por el amo que confió en ellos.
– ¡Señor! —le dice uno—, aquí está duplicado el capital que me confiaste al marcharte de viaje. Cinco me entregaste, toma los cinco y otros cinco más que he ganado.
El dueño sonríe feliz:
– ¡Muy bien! ¡Magnífico! Eres un estupendo trabajador. Entra a disfrutar las delicias de mi banquete Y tú, que recibiste dos y me entregas cuatro, lo mismo: ¡Eres estupendo y magnífico igual que tu compañero! Ven tú también a la fiesta…
¿Y qué le dice al perezoso que ha escondido el dinero en la tierra para que no se lo roben? Miedoso y nada diligente, es condenado sin más:
     – ¡Haragán! No te admito excusas. A la cárcel como siervo inútil, porque no vales para nada ni nada se te puede confiar (Mateo 25,14-30)

Todo esto son parábolas, pero que nos manifiestan los sentimientos de Jesucristo con nosotros, los miembros de su Iglesia. Jesucristo quiere contar con cristianos diligentes y emprendedores.
Los tesoros de Dios no se pueden esconder o dejar improductivos. Hay que hacerlos rendir al máximo. Igual los tesoros que confía Jesucristo al Papa que los que pone en las manos de un campesino, de un ama de casa  o una empleada doméstica.

Sin un hombre diligente —ponemos un solo ejemplo— no hubiéramos tenido en nuestros días a un Juan Pablo II, verdadero asombro del mundo, porque, a pesar de su salud estropeada y de su edad avanzada, desarrollaba una actividad incompresible, y no se perdonaba un viaje apostólico que para él resultaba un martirio verdadero. Dios le regaló la cruz, y la supo pasear con gallardía por un montón de naciones.

¿Dónde radica la actitud de los decididos y de los generosos, que no conocen la pereza ni por el nombre? No busquemos otra explicación que el amor.
El que ama corre, vuela, no para un momento.
El que ama no se rinde nunca, porque lo que hace es nada en comparación de lo que querría hacer.
El que ama se fatiga y sufre, porque de este modo demuestra la autenticidad de ese su amor.
El que ama se da del todo, porque sabe que la persona amada merece la vida entera, y por lo mismo, cuando se trata de hacer algo, no se mide nunca.

Basta como un ejemplo, el del campesino por su familia o la madre en el seno del hogar. Nunca se les concede la medalla de honor por el trabajo, y no hay nadie que la haya merecido como ese hombre y esa mujer incomparables.

Contando siempre con el amor como la raíz primera de la diligencia y del entusiasmo, vemos que la esperanza es el otro resorte poderoso en todas las obras de Señor. El descanso y el premio están a la vista, mientras que la fatiga y el cansancio acaban muy pronto.
La vida del cristiano es muy exigente, porque impone deberes graves y pide cada una entrega y un sacrificio que solamente los valientes están dispuestos a realizar. Sin embargo, no hay nadie como el cristiano que trabaje con más decisión y con perseverancia hasta el fin.

Y esto, ¿por qué? Porque el cristiano sabe que a una breve fatiga le sigue un reposo inacabable. No uno que otro, sino muchos Santos —sobre todo entre los modernos— han tenido la costumbre de responder cuando se les recomendaba prudencia y medida en su trabajo: ¡Ya descansaremos en el Cielo!
Cuando el cristiano trabaja por la familia, porque es su deber sagrado, trabaja por Dios. Cuando trabaja por los hermanos que lo necesitan, trabaja por Dios. Cuando trabaja por la Iglesia, trabaja por Dios. Cuando trabaja por la sociedad, trabaja por Dios. Cuando trabaja en su propia santificación, y se da a la oración asidua, trabaja por Dios. Y Dios entonces es su recompensa grande.
Entonces no experimenta la amarga desilusión de aquel Ministro de Hacienda del rey más grande que tuvo Francia, llamado el Rey Sol. Ya en la agonía, confesaba amargamente: ¡Si hubiera hecho por Dios lo que hecho por el rey, habría salvado diez veces mi alma!

¿Por qué el cristiano no conoce la pereza? Porque ama a Dios y porque espera en Dios. Por eso la Iglesia produce los hombres y las mujeres más grandes, aunque siempre muy escondidos. Por Dios se hace todo; y jornal más grande que Dios, no existe…

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