La moneda del honor
21. septiembre 2012 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesJesús, el bueno de Jesús, siempre paciente y perdonador generoso, sufrió muchas injurias, soportó muchas calumnias, aguantó muchas impertinencias. Pero hubo un momento en que salió decididamente por su honor. Contesta con sinceridad al sumo sacerdote, y uno de la guardia, queriendo congraciarse con su amo, le suelta a Jesús una bofetada, mientras le dice: ¿Así respondes al pontífice? Viendo ultrajado así su honor, Jesús sale por sus fueros con una gran dignidad: Si he hablado mal, demuéstralo; y si he hablado bien, ¿por qué me pegas?… (Juan 18,22)
Con este hecho nos enseña Jesús lo que vale el honor. En la pasión va a soportar humillaciones indecibles, y callará. Pero todo el mundo debe saber que Él tiene una conciencia totalmente limpia, y, por lo mismo, también un derecho inalienable a la buena fama.
La moneda del honor es de valor muy subido. Porque el honor vale más que los millones del ricachón, más que las joyas de una Reina, más que el poder de un dictador, más que el título de una academia…
La palabra honor la llevamos muy metida dentro de nosotros. Y con toda razón. Porque el honor radica en la buena conciencia, con la cual una persona se presenta tranquila en cada momento ante los hombres lo mismo que ante Dios.
Por eso, atentar contra el honor de una persona es atentar contra su conciencia y tacharla de sucia, lo mismo ante la sociedad que ante el Cielo.
Por eso también, amamos la buena fama sobre todos los demás bienes. Y entre todos los bienes que podemos dejar a los nuestros, no habrá nunca uno mayor que legarles en testamento un buen nombre, una fama intachable, un recuerdo limpio de toda mancha.
Cuando una persona de fe quiere hacer un juramento recurre a la última palabra, que es Dios. Si no tiene fe, su último recurso es su propio honor, como diciendo: – Pueden fiarse de mí, que no cometeré jamás la vileza de mancillar mi honor, mi honra permanecerá inmaculada.
Para nosotros, creyentes, el honor es un compromiso grande con los demás, porque lo miramos bajo el prisma del amor. Tenemos como una ofensa muy grave ir contra el honor de alguien porque es atentar contra el amor, primero de los mandamientos de Dios. Por esta razón, la Iglesia va con tanto cuidado en defender el honor de la persona.
Podemos poner un ejemplo. Alguien ha cometido un error cualquiera. No puede continuar a lo mejor en su puesto, en el cargo que desempeña. Las malas lenguas se cebarán en su fama. Pero si la autoridad de la Iglesia ha de tomar una decisión dolorosa, presentará el asunto de tal manera que el honor quede salvaguardado del todo. ¿Por qué? Porque atentar contra el honor de una persona es atentar contra el amor, y el amor no se vende ni se cambia por nada.
Los santos más grandes han sido sumamente delicados y nos ofrecen ejemplos que nos dejan pasmados. Un caso espléndido, el de Ignacio de Loyola. Ya convertido a Dios aquel caballero y militar tan pundonoroso, va a su tierra y se congrega en la iglesia un gran concurso de gente, atraída por la curiosidad de aquel su paisano.
E Ignacio, ante la sorpresa de todos, lanza un sermón inesperado del todo:
¿Saben por qué he querido volver a esta mi tierra y por qué he querido subir a este púlpito y predicar? Debo descargar mi conciencia. Siendo joven, aquí, con otros compañeros, nos metimos en una propiedad y robamos una cantidad de fruta con perjuicio del dueño, que, no sabiendo quién había sido el malhechor, sospechó de un pobre hombre, lo hizo encarcelar, lo tuvo muchos días preso, con perjuicio de su honra y hacienda, y le hizo perder el honor para siempre. Para siempre, no, porque ahora yo se lo quiero hacer recobrar. Está aquí presente, y yo le pido públicamente perdón. Yo fui el malo y el perverso, y él sin culpa e inocente. Le quiero hacer recobrar su honor y le dejo para él las dos propiedades que todavía me quedan.
La gente se conmueve y llora. Aquel Ignacio, convertido, realizó este acto heroico en compensación por lo que él juzgaba su mayor pecado, como era el haber atentado contra el honor de una persona. Se reconciliaba con su propio honor, al quedar con una conciencia del todo en paz, y devolvía el honor a quien había sido inocente del todo (Rivadeneira, Vida de S. Ignacio)
Uno de los mejores clásicos de nuestra lengua (el Padre Luis de Granada) dice muy certeramente que quien atenta contra el honor de otro es un ladrón, un adúltero y un homicida. Ladrón, porque roba al hermano la honra y la fama, más valiosas que la hacienda; adúltero, porque ensucia la hermosura de la verdad; homicida, porque mata el honor que vale más que la vida.
La Sagrada Biblia tiene expresiones bellísimas sobre el honor. Como el Eclesiástico (41,16): La buena vida se cuenta por días; pero el buen nombre permanecerá para siempre. Y los Proverbios (22,1): Vale más el buen nombre que las muchas riquezas; la buena reputación es más estimable que el oro y la plata. San Pablo confiesa de sí mismo y sus compañeros: Toda nuestra gloria consiste en el testimonio que nos da la conciencia, de haber procedido en este mundo con sencillez de corazón y sinceridad delante de Dios (2Corintios 1,12)
Porque nos amamos, todos defendemos nuestro propio honor. Porque amamos a los hermanos, todos defendemos su honor como si fuera el nuestro. Porque amamos a la Iglesia, sacamos las uñas si es necesario por defender su honor contra los que la quieren denigrar. Porque amamos a Dios, por su honor estamos dispuestos a dar la vida. Amor y honor son las dos caras de una misma moneda. Y de esta moneda, de este dinero, nos confesamos avaros de verdad…