Un final apasionante
7. diciembre 2012 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Reflexiones¿Tenemos derecho a llorar en este mundo los que tenemos fe en Jesucristo?… Le preguntamos esto a Juan, que escribe en Patmos el Apocalipsis, y nos responde el viejecito tan querido, lleno de simpatía:
¿Llorar? ¿Por qué?… Nadie lloraría si hubiese visto lo que yo contemplé. Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, en la que viviremos un día, más bella que una novia con vestido deslumbrante y adornada de joyas tan preciosas que no se pueden ni imaginar… En el recinto de aquella ciudad incomparable, Dios es todo para todos, y ya no hay lágrimas que enjugar, porque allí no existe la muerte, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, pues todo lo anterior es cosa pasada.
Porque los males los causan los malos. Y en la Jerusalén celestial no habrá malos, pues todos habrán sido arrojados al lago ardiente de fuego: allí habrán ido a parar los cobardes, los incrédulos, los depravados, los criminales, los lujuriosos, los hechiceros, los idólatras y los embusteros todos. Aquella ciudad tan bella no temerá ningún ataque terrorista que destruya sus edificaciones más bellas (Apocalipsis 21-22)
Cuando así nos habla Juan en su libro apasionante nos extraña que los primeros que coloca en el estanque de fuego —el infierno de los que se habrán perdido—, son los cobardes. ¿Por qué?…
Porque en todo el libro del Apocalipsis nos ha hablado de la lucha del cristiano. Y así como ha colmado de alabanzas a los valientes que perseveran —y que serán coronados y agitarán palmas en sus manos celebrando la victoria—, así también detesta a los cobardes miserables, que no han sido capaces de seguir a Jesucristo hasta el fin, de dar la vida por Él, de entregarle generosos el amor. Son los que han preferido las tonterías de esta vida que pasa, antes que amar y buscar los bienes eternos prometidos por Dios.
Todos esos que obraban el mal eran los moradores necios e inconscientes de la Babilonia que ha sido destruida para siempre, la ciudad maldita que se prostituía ante la bestia, el dragón infernal vencido por Jesucristo. Mientras que los cristianos —perseguidos, sacrificados, martirizados, despreciados, humildes, pacientes, castos, fieles, que siguieron al Cordero a dondequiera que iba, es decir, a Jesucristo cargado con su cruz—, reinan ahora para siempre con el Señor.
Bajo la imagen de una ciudad grandiosa, el Apocalipsis nos presenta la vida feliz y eterna que nos espera. Dios mismo es el templo que acoge a todos los elegidos; y el Cordero, Jesucristo, es el sol que lo ilumina y embellece con su esplendor.
Se habrá cumplido aquello de Pablo: “Dios será todo en todos” (1Corintios 15, 28). Y lo de Juan: “Veremos a Dios tal como es Él”, cara a cara, sin velos que nos oculten nada de su gloria (1Juan 3,2)
¿Qué requiere todo esto? No se nos pide más que la valentía de nuestra fe. El vivir conformes a lo que nos exige Jesucristo en quien creemos.
El mismo Juan, un ancianito tan lleno de coraje, nos lo proclama con optimismo en las postrimerías de su vida: “Esta es la fuerza triunfadora que ha vencido al mundo: nuestra fe” (1Juan 5,4)
Esa fe en Jesucristo se traduce siempre en diligencia por practicar el bien en el cumplimiento del propio deber, lo mismo en la oración y el recibir la Comunión sagrada que en el trabajo de cada momento.
El admirado y tan querido Presidente mártir, García Moreno, había ido a estudiar en la universidad de París. No había manera de arrancarle de encima de los libros, a los que consagraba dieciséis horas diarias: -¿Me invitan a divertirme por ahí? Tengo cosas más serias que hacer. Si el día tuviera cuarenta y ocho horas, cuarenta pasaría yo sobre mis libros queridos.
Para Presidente de Ecuador, se preparaba mejor un muchacho serio que un estudiante parrandero… De igual manera, para ciudadanos de la Jerusalén celestial no valen un hombre y una mujer vulgares, sino sólo aquellos que se declaran esclavos del deber cristiano.
Porque una vez más —y no se cansa de repetirlo—, el Apocalipsis (22) expulsa de aquella ciudad feliz a todos los obradores del mal: “¡Fuera los perros, los hechiceros, los lujuriosos, los asesinos, los idólatras, y cuantos aman y practican la mentira!”. Mientras que se entusiasma ante los valientes que siguen a Jesucristo y asaltan la ciudad: “¡Dichosos los que entráis por sus puertas!”.
Como se ve, el cristiano vive de esperanza. Es feliz con su esperanza. Porque la esperanza es una certeza de bienes que no le pueden fallar. Todo lo que le pide Jesucristo es que sea valiente, y que no abandone la carrera en que se ha empeñado con su Bautismo (Mateo 24,13): “Quien persevere hasta el fin, se salvará”.
Cuentan del emperador romano Marco Aurelio, guerrero y filósofo estoico, que aquella mañana se sentía mal, muy mal, y le trajeron al médico, el cual diagnosticó una muerte próxima. Se marcha el galeno, llama el emperador a su ayuda de campo, y le da la consigna de siempre, con una escueta palabra latina: “Laboremus!”, ¡A trabajar! Y enfrascado en sus faenas le sorprendió aquel mismo día la muerte…
El cristiano es tanto y más valiente que el admirado emperador.
El cristiano no se rinde nunca, porque vive de esperanza firme en bienes eternos, y trabaja, trabaja sin cesar por Jesucristo.
Al cristiano le ilusiona entrar en aquella Jerusalén nueva y celestial, de la cual tiene en mano la cédula de ciudadanía (Filipenses 3,20). Una cédula que se le dio en el Bautismo y que conserva al día cuidadosamente. Por eso el cristiano vive siempre feliz, y las lágrimas de sus ojos, aunque llore, se secan tan pronto…