La amistad

18. enero 2013 | Por | Categoria: Reflexiones

Hoy vamos a hablar de un tema muy entrañado en el corazón: la amistad. Y vamos a empezar con una comparación. Nos imaginamos ahora toda la materia esparcida en las profundidades del universo: la Tierra, la Luna, el Sol, todas las estrellas juntas en un solo bloque. Parece que esa bola pesaría unas cuantas toneladas, ¿no es así? Habría que saber muchas matemáticas para leer la cantidad que nos daría la computadora. Pues bien, todo ese peso de la bola, que hemos convertido en oro, no mide el valor de la amistad. Puestos uno y otra en la balanza, el platillo de la amistad bajaría brusca y profundamente.
¡Qué exageración!, me dirán ustedes. Pues, no crean que lo sea tanto. Porque no he hecho sino traducir con una comparación la palabra de la Biblia cuando nos dice: “El amigo fiel no tiene precio, no hay peso que mida su valor” (Eclesiástico 6,15). Un buen amigo o amiga no se pagan con todo el oro del mundo.

Dios ha metido el sentimiento de la amistad en nuestro corazón, y el gozar de una amistad es la felicidad más grande que invade nuestras almas.
Jesús, el hombre más perfecto que ha podido existir, era muy sensible a la amistad.
No se desdeña de confesar esa necesidad de su corazón. “A vosotros os he llamado amigos”, porque os he manifestado todas mis intimidades traídas del cielo, les dice al grupito de los Doce  (Juan 15,15)
A Juan, el apóstol joven, le acepta que recline la cabeza sobre su pecho (J. 14,23)
Ante la tumba del amigo Lázaro, llora de manera que arranca a sus enemigos esta confesión: “¡Mirad cómo le amaba!” (Juan 11, 35)
Agradece a María de Betania el perfume que derrama sobre su cabellera (J.12)
En medio de los horrores de la agonía de Getsemaní, no tiene reparo ni se avergüenza de manifestar su necesidad de comprensión y busca desahogarse con los amigos.
Ya resucitado, Jesús goza de veras, sin que lo pueda disimular, con los besos que la de Magdala le estampa en los pies (Juan 20, 17)…
Pensar y saber todo esto de Jesucristo, es poner en la amistad el sello de Dios. La amistad será desde Jesucristo tan divina como humana.

Sin amigos no se puede vivir, decía una canción juvenil, la cual daba a continuación la razón suprema: Dios lo ha querido así. La amistad es una necesidad humana de la cual no nos podemos sustraer. La amistad es al alma lo que el sol a la naturaleza. Es amor, es calor, es vida…, es lo más diametralmente opuesto al frío helado que nos mata. Por eso la buscamos. Y sentimos como el mayor fracaso de la vida la traición de una amistad, cuando buscando amor de amistad no encontramos en los otros sino indiferencia.
Un famoso poeta inglés (Lord Byron) lo expresó de una manera cruel. Muere su perro fiel, lo entierra, y le dedica un epitafio con estas palabras: El único amigo que he tenido.

Cuanto más sensibles somos a la amistad, tanto más exigentes somos con ella. Estamos hartos de los que no merecen nuestra confianza, pero nos abrimos con facilidad pasmosa en amistad a quienes nos dan el corazón sinceramente. Cuando amamos y somos amados, entonces entendemos bien esa verdad que nos expresa la Biblia: “El amigo ama en toda ocasión” (Proverbios 17,17). Por eso, la amistad, que hace a los amigos, es amor, pero un amor que tiene unos matices muy singulares.

La amistad es amor que se abre a una confianza grande, que rompe todas las barreras del miedo, y se comunica al otro sin guardar un solo secreto.
La amistad es amor que eleva, porque se ama al otro para subir, no para enlodarse. A nadie se le ocurre confundir un amigo con un amigote…
La amistad es amor que lleva “más a amar que a ser amado” (Santo Tomás de Aquino), porque hace que “un alma habite en dos cuerpos” (Aristóteles)
La amistad es amor que excluye radicalmente el egoísmo. La amistad entiende lo que es decir: Cuenta conmigo, porque todo lo mío es tuyo. Y considera como la aberración suprema la expresión de aquel aprovechado, que decía cínicamente: Que todo lo tuyo es mío, y lo mío tuyo no.
La amistad es amor que sabe convertir el “yo” en “tú”. Porque es abrirse para fundirse en el otro. Es dar confianza. Es dar cariño serio y fuerte. Es comunicarse los secretos. Es sentir las mismas aspiraciones nobles. Es descansar en la fidelidad inquebrantable del amigo o la amiga. Es desahogo de las penas, es comunicación de todas las alegrías.

Un gran filósofo griego de la antigüedad pagana plastificó todo esto en la súplica tan bella que aquellos dos amigos dirigieron al dios del fuego: ¡Derrítenos, y fúndenos en una sola pieza! (Platón, al dios Plutón)

¿Queremos saber cuál es la amistad mejor, la más firme, la más duradera, la que no falla jamás? Es aquella que, además de tener su valor humano, se funda en un valor divino.
Amigo o amiga que son capaces de entablar con nosotros una amistad cristiana y sobrenatural, nos brindan una amistad sagrada e imperecedera.
Un monje medieval inglés (San Elredio de Rieval), cargado de sentido común y de gracia de Dios, lo expresó de esta manera gráfica y lapidaria: “Yo y tú, y entre nosotros Cristo”.

Hemos empezado con la Biblia, y terminamos nuestra reflexión con la misma Biblia, que nos dice: “El amigo fiel es amigo seguro. El que lo encuentra, ha encontrado un tesoro” (Eclesiástico 6,15)
Un tesoro más valioso que el oro y la plata, que los diamantes y las perlas preciosas. Tesoro que no se luce en el anillo o en el collar, sino que se guarda bien encerrado ⎯para que nadie nos lo robe⎯ en el estuche del corazón…

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