Viviendo para servir

1. marzo 2013 | Por | Categoria: Reflexiones

No podemos negar un hecho muy esperanzador que se da en nuestros días, sobre todo entre los jóvenes, como es el de querer ayudar a los demás, con espíritu de verdadera entrega. Un exponente de ello es la multiplicación del Voluntariado, en multitud de formas, para darse en ayuda de los necesitados.
Con ello, viene a cumplirse el deseo y el mandato de Jesucristo, que quiere que nos sirvamos los unos a los otros como nos sirvió Él, que siendo Maestro y Señor, se puso al servicio de todos hasta con la entrega de la propia vida.

Si nos dicen que en la sociedad abunda el egoísmo, hemos de responder con satisfacción que abunda también, aunque en minorías muy selectas, la generosidad más grande. Son muchos los que entienden eso de que la vida es servicio, y que quien no vive para servir no sirve para vivir.

Dentro de la Iglesia tenemos a montones los ejemplos más preclaros de entrega incondicional al servicio de los demás. Hoy podemos traer a consideración lo que hizo aquel misionero en una isla perdida en el Pacífico, llamada Molokay, a la que él le daría un nombre inmortal. Se trata del Padre Damián de Veuster, un sacerdote belga que ya está en los altares (Su semblanza, en el mensaje nº. 969)

Las autoridades han confinado en la isla a todos los leprosos de las Hawai, y Molokay se viene a convertir en un pudridero humano. Solos, abandonados, sin  protección alguna, los miserables leprosos vivían sin protección alguna.
Nadie se arriesgaba a entrar allí, sabiendo que la terrible enfermedad haría presa del atrevido que la desafiara. Pero un valiente dijo que sí: el Padre Damián se decidió a todo. Visita a los enfermos en sus chabolas, les proporciona medicamentos, los cura personalmente, come con ellos, es uno más de tantos en la isla.

Hasta que un día viene lo temido, y el Padre Damián puede ya escribir: Nosotros, los leprosos. La mamá, de casi noventa años, y a miles de kilómetros en la lejana Europa, se entera de todo, y gime: Hijo mío, ¿qué te ha pasado? A lo que Damián contesta, sin darle apenas importancia:
“Nada, mamá. Al querer tomar un baño de pies, cometí la imprudencia de meterlos en agua casi hirviendo, y se me quitó la piel. Me cuesta trabajo celebrar la Misa, debo sostenerme para predicar, y, como no puedo andar, voy en coche. Así que, en medio de mis enfermos, juego yo también a hacer algo el enfermo. Un médico me ha aconsejado que vaya a respirar un poco el aire de mi tierra. Pero, ¿qué sería de mis pobres hijos? ¡No! No puedo ir. Ya que estoy en situación de hacer el bien, me quedaré en mi puesto hasta que muera. No nos volveremos a ver nunca más aquí abajo, sino que nos encontraremos en el Cielo, donde ya no habrá separación”.

Casos como éste llegan a las cumbres más altas del heroísmo. Ante ellos, nos ocurre a todos lo que al muchachito que sueña en ser futbolista. Piensa en su héroe, y se dice todo convencido: Pues yo, seré como Pelé. Y para ser como Pelé juega y juega, aunque le costará llegar a los mil y pico de goles del famoso brasileño… Pero ese chico, será un buen futbolista.
Como nosotros, que, ante los héroes más grandes, nos sentimos estimulados a hacer algo por los otros, y nos formamos la ilusión, y la vivimos, de entregarnos a los demás en todo lo que nos necesitan.

Para tener esta disponibilidad, para saber sacrificar algo de nuestra vida, para renunciarse en mil caprichos en bien de los otros, vale ante todo el dicho del Señor (Juan 15,13): “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” .

Cuando hoy se nos ha metido tan adentro la palabra amor, que la tenemos siempre a flor de labios, especialmente los jóvenes, tenemos muy presente que el amor es muy exigente, y no sólo una palabra bella, sino que es entrega, dar y darse, renuncia y generosidad, sin esperar más recompensa que el orgullo de haber hecho algo por Jesucristo que me sigue necesitando en los hermanos.

San Pablo se nos presenta como un ejemplo preclaro, y lo dice él mismo con satisfacción no disimulada, cuando escribe a los de Corinto: “Yo, por mi parte, gustosísimo expenderé cuanto tengo, y hasta me entregaré a mí mismo por la salvación de vuestras almas, a pesar de parecerme que cuanto más os quiero, soy menos querido de vosotros” (2Corintios 12,15)

Un joven estupendo sostuvo este diálogo con un compañero algo perezoso, pero bueno y que secretamente le admiraba:
– ¿Por qué tienes que dejar de lado a los amigos, estudiar después más fuerte porque te falta tiempo, si lo has gastado en eso que tú llamas tus apostolados?
– ¿Quieres saber el por qué, y que quede entre los dos? Pues, porque un día tuvo alguien la ocurrencia de llamarme ángel. ¡Tú eres un ángel!, me dijo.
– Bien, ¿y qué?
– Pues, mira. Que Jesucristo me la jugó bien. Leyendo la Biblia, me sale de buenas a primeras el texto que dice de los ángeles: “¿No son todos ellos espíritus encargados de un ministerio, enviados para el servicio de los que han de heredar la salvación?” (Hebreos 1,14). Aquí adiviné todo: para ayudar a los demás, sobre todo en orden a su salvación cuando ven cómo los quiero en Cristo, no tengo más remedio que darme a servirlos. Es la única manera de ser un ángel y de no engañar a los demás.

¡Bien, por este muchacho! Sólo un corazón bello siente como el Corazón de Cristo, y por Cristo es capaz de entregarse del todo. Sólo un corazón compasivo sabe dolerse de las necesidades ajenas, y quiere remediarlas. Sólo un corazón grande es capaz de sacrificarse por los demás, y sabe renunciarse. Pero sólo el que tiene un corazón semejante merece que le llamemos ángel, un verdadero ángel de Dios…

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