Por Dios, cualquier cosa…
26. abril 2013 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesSanta Isabel de Hungría, aquella joven y querida reina, era un prodigio de actividad. O rezar, o trabajar. Rezar, para estar en comunicación incesante con Dios; trabajar, para tener qué dar a los pobres confiados por Dios. El caso era no estar un momento parada sin hacer algo por Dios.
Le preguntan un día con algo de enojo: – ¿Qué hace a estas horas, ya tan de noche, cardando la lana, hilando y tejiendo?
Y la reina, toda dulzura: – Nada; no hago sino hacer algo por Dios.
La lección al palacio real venía de muy antiguo. Aquellos Padres del desierto, que se habían retirado del mundo para darse del todo a Dios en la oración y la contemplación, fueron unos maestros consumados en la entrega al trabajo. Su gran patriarca, San Antonio Abad, oye una vez la voz misteriosa:
– ¿Quieres agradar a Dios? Ora. Y cuando no puedas orar, trabaja con las manos, ocupado siempre en alguna cosa.
Este afán de hacer algo por Dios tiene una gran importancia en la vida cristiana, y se convierte en pasión que no deja parar a cualquiera que ame a Dios. No se podría entender eso de llevar a Dios en el corazón, y permanecer ociosos en su presencia y con las manos inactivas.
Porque Dios es Dios, queremos una comunicación con Dios por la oración.
Porque los pobres de Dios necesitan de nosotros, es cuestión de hacer algo por ellos.
Porque el Reino de Dios requiere voluntarios, no podemos tumbarnos a descansar en la sombra.
La diligencia entonces se convierte en una virtud de primer orden, y la pereza espiritual no tiene cabida de ningún modo dentro del orden del día.
San Benito, el monje que formó los pueblos bárbaros de Europa y los preparó para la espléndida Edad Media, formuló este programa con tres palabras inmortales: Reza y trabaja. Con este lema, y bien aprendida la lección, la oración y la laboriosidad han venido a ser dos virtudes cimeras en la vida cristiana.
Jesús nos lo dice con una parábola muy significativa y seria, portadora de premios y amenazadora al mismo tiempo. Al criado que había explotado bien la gracia de Dios, le felicita con efusión:
– ¡Muy bien! Entra en el banquete de tu señor.
Y al haragán, que no ha hecho nada:
– ¡Fuera, a la cárcel, siervo negligente! (Mateo 25, 21 y 30)
Como se ve, nuestra reflexión cristiana de hoy no va precisamente dirigida a la ley del trabajo, impuesta por Dios ya en el paraíso, ni tampoco a fustigar el vicio de la pereza. Hoy no tratamos de eso.
Aunque el trabajo de cada día, el que nos impone el deber de la vida, es una escuela privilegiada de virtud humana y cristiana, ahora lo que miramos es nuestra disposición para el servicio directo de Dios con la oración, con la entrega en la ayuda de los necesitados, y con la diligencia en el trabajo por el Reino de Dios. Es lo que llamamos: “el servicio de Dios”, expresado por San Pablo con estas palabras a los fieles de Roma: ¡Siempre con espíritu fervoroso, en el servicio del Señor! (Romanos 12,11)
Dios nos ha dado la vida como una libreta de Banco. El mismo Dios nos la ha abierto depositando en ella una buena cantidad de Gracia con el Bautismo, pero ahora es cuestión de acrecentarla nosotros con el trabajo diligente. Son muchos, por desgracia, los que al final se encuentran con las manos vacías, mejor dicho —para continuar con la misma comparación de la libreta de ahorros—, con un capital que no ha subido ni un centavo.
No son pocos los que han reconocido tarde su error, al hallarse con el fracaso irremediable. Dos casos, que son gemelos.
Agonizaba el general que había hecho grande a Francia, y su rey más esplendoroso, en muestra de agradecimiento, le hace una visita en el lecho de muerte:
– ¿Qué puedo hacerte para recompensar tus grandes servicios? ¿Qué me pides?
– Señor, dame quince minutos para arreglar mis cuentas.
– ¡Por favor! ¿Esto me pides? Esto no te lo puedo dar. A esto no llega mi poder.
– ¡Miserable de mí! Sesenta años he combatido por mi rey, y, tan grande como es, no puede alargarme la vida si quiera un cuarto de hora para arreglarla con Dios (Mariscal de Luxemburgo con Luis XIV)
Tarde venían las lágrimas. Como le habían venido también tarde a otro, el célebre Cardenal Canciller del impúdico rey que separó a Inglaterra de la Iglesia Católica. Le encarga el monarca que agencie con el Papa el asunto del divorcio, y, en su impaciencia, le cita a palacio para reprocharle que iba con demasiada lentitud. El Canciller muere en el camino, con esta queja amarga en los labios:
– De haber servido a Dios con tanto celo como al rey, Dios no me hubiera abandonado. Ahora recibo el premio de mi proceder: trabajaba por complacer al rey, no por servir a mi Dios (Wolsey y Enrique VIII)
Allá estos pobres con su desgracia, que para nosotros es impagable lección…
Porque amamos a Dios y lo llevamos dentro, nuestra vida la gastamos en el servicio de Dios.
No queremos conocer la pereza en tan noble servicio, porque nos avergonzaría el haber sido unos holgazanes. Preferimos el orgullo del deber cumplido. Mientras haya algo que hacer por Dios, por los hermanos, por el Reino, no necesitamos muchas vacaciones…
La oración y el trabajo por el Reino de Dios, combinados en todas las horas del día, habrán hecho al final una obra maestra, de la cual se sentirá tan orgulloso Dios, que estará más feliz Él cuando nos felicite que nosotros al recibir sus parabienes.