Fe indeficiente
24. mayo 2013 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesLa reflexión de hoy me la sugiere uno de tantos hechos de la historia de Lourdes sobre curaciones milagrosas. Sabemos cómo en aquellos tiempos primeros eran muchos los presumidos que, en nombre de la ciencia, se reían de los benditos que iban a ver a la Virgen para rezar, para pedir gracias. Pues bien. Una vez se dio el caso siguiente.
En una peregrinación hasta el santuario famoso iba aquel campesino del norte de Francia, de fe y de piedad muy recias. Al regresar, un médico se quiso reír a costa del ignorante labrador:
– Y qué, ¿has visto allí muchos milagros?
– ¡Sí, Doctor! Yo mismo vi cómo se curaron dos: el uno con la bendición del Santísimo, y el otro al salir de la fuente milagrosa.
El Doctor se ríe: -Bien, ¿y cuántos enfermos había aquel día en Lourdes?
El campesino: -Sobre unos doscientos.
– ¿Más de doscientos?, insiste el médico. ¿Y tan poco puede la Virgen que sólo curó a dos? Entonces, la Virgen no es tan buena como dicen ustedes los católicos. Porque eso de curar solamente a dos entre tantos es muy poco…
Pero el labrador le pilló en la trampa: – No, Doctor, no es eso. La Virgen, como es tan buena, pensaba en ustedes los médicos. Si hubiera curado a todos los enfermos, ustedes se morirían de hambre. ¿Qué diría entonces usted?…
El médico se calló.
Todos sabemos lo difícil que es discutir con uno más listo que nosotros. Si se tiene un poco de talento, se evita la disputa, para no exponerse al ridículo. Y el Doctor no se daba cuenta de que el campesino de fe sabía de Dios mucho más que él con toda su ciencia médica, y debiera haber sido más prudente…
Ante una cosa tan clara, se nos ocurre preguntarnos: Entonces, ¿cómo hay quienes se atreven a disputar con Dios? ¿Cómo hay quienes se quejan de Él? ¿Cómo hay quienes no aceptan su providencia? ¿Cómo hay quienes echan a mala parte lo que les sucede, atribuyendo la culpa a Dios?… Es meterse a discutir, sabiendo que llevan todas las de perder.
Contra éstos, están los que se fían de Dios y de su providencia, porque saben que Dios nos ama y que dispone todo para bien nuestro, en especial para el bien supremo como es el de nuestra salvación. Dios se valdrá de los medios que sean, a veces los más contradictorios, y que a nosotros nos parecen disparatados.
Cuando se tiene fe, se vive en la tranquilidad mayor. La persona de fe se formula siempre lo del bendito Papa Juan, que en nuestros días nos legó su alma preciosa bajo aquel su lema tan escueto y tan rico: Obediencia y paz.
Obediencia a Dios, que me ama.
Obediencia a Dios, que cuida de mí.
Obediencia a Dios, a pesar de la rebeldía que veo a mi alrededor.
Obediencia a Dios, cuando todo son tinieblas y no veo nada.
Obediencia a Dios, que se saldrá con la suya, y esa suya, a veces tan rara, no es más que la mía, mi propio bien, mi salvación.
Si esa es nuestra actitud ante Dios, viene después, como respuesta divina, la segunda parte del lema del querido Papa Juan XXIII: Paz.
Una paz que no es como la del mundo, como ya nos dijo Jesucristo.
Una paz que es tranquilidad de conciencia.
Una paz que es abandono en las manos más seguras, porque son las más fuertes.
Una paz que sólo entienden los que se fían de Dios, los pobres del Evangelio, porque, no teniendo más apoyo que Dios, confían su suerte a Dios, sabiendo que Dios nos les va a fallar.
Esta actitud ha sido siempre la normal del creyente.
Hoy, con una sociedad cada vez más secularizada, la fe se hace más difícil, porque queremos racionalizarlo todo; porque explicamos todo por las fuerzas de la naturaleza; porque lo sometemos todo a la solución de la técnica; porque en nuestros problemas íntimos hacemos que sea el sicoanálisis quien mande, sin que tenga que meterse para nada Dios con su ley… Por este camino, nunca se consigue la paz del alma.
Por eso precisamente estamos empeñados en meter de nuevo a Dios allí donde estuvo siempre. Hoy ya no tenemos la fe simple de las gentes sencillas de otros tiempos. Pero no por eso deja de haber fe, mucha fe, y una fe más valiente, más firme, más consciente, más ilustrada.
Aunque las cosas no nos salgan conforme a nuestros deseos, no por eso dejamos de creer en un Dios que nos creó por amor y que siempre actúa con amor. Dios sabe servirse hasta de las maquinaciones más perversas de los malos —cuya reprobación Él está viendo, aunque no la quiera y la sienta tanto—─para traernos los mayores bienes a los que tiene destinados a su gloria.
El humilde no discute con Dios. Se contenta con adorar sus designios amorosos. La fe, aunque muchos dicen que es ciega, hace ver las cosas como las ve Dios, y una persona de fe, por eso mismo, no se equivoca nunca. Se equivocaba el médico sabio, no el campesino simple que creía con milagros o sin ellos…
Un escritor famoso de nuestros días, que se confesaba incrédulo, confió poco antes de morir: En mi vida he envidiado sólo a él, al Papa Juan Pablo II. ¡Qué fe! Le envidio a él y a vosotros, que tenéis el don de creer sin reservas. No tiene precio un hombre que no duda de Dios (Vittorio Gassman, +Julio 2000)
Si nosotros tenemos esta dicha, bien vale la pena conservarla celosamente…