Formándose el carácter

10. mayo 2013 | Por | Categoria: Reflexiones

Quizá hubo épocas en las que no se le dio a la palabra carácter el valor y la importancia que se le ha dado modernamente. Hoy esa palabra es de las más repetidas cuando se trata de formación, lo mismo de jóvenes que de personas adultas. El carácter —que entraña tesón, fidelidad, constancia—, es la clave del éxito cuando pretendemos hacer algo serio en la vida, lo mismo en el orden personal, que social, que espiritual cara a Dios.

Nos seducen las personas de carácter, y nos gustaría ser, por ejemplo, como Teodoro, aquel muchacho que vislumbra el ideal cristiano. Su familia es de una rica herencia judía, y desde pequeño acomoda fielmente su conducta a las costumbres hebreas más estrictas. Al ser conocida su intención de bautizarse,  arma un revuelo fenomenal en toda la ciudad. Pero Teodoro no se amilana, se planta firme e ingresa en la Iglesia Católica. Lleva al colmo su audacia cuando comunica a los suyos la decisión más atrevida:
– Estoy estudiando para recibir la ordenación sacerdotal.
Un tío suyo, furioso, no aguanta más:
– ¿Tú, sacerdote? Antes preferiría verte cortado en mil pedazos que vestido de una sotana.
Teodoro no da un paso atrás en su resolución, y contesta fríamente:
– Tío, pues no sacarías nada. Porque cada pedazo iría con sotana, y en vez de una sotana tendrías mil.
Aquí tenemos un hombre de carácter (Teodoro Ratisbona, en Estrasburgo)

Puesto que una persona de carácter nos seduce, hoy se mira mucho a Jesucristo como el prototipo de un carácter ideal, de modo que, al asemejarnos a Jesucristo, salgamos unas personas perfectas.
¿Queremos, entonces, ser personas de valer? Mirando el más allá, ¿queremos ser ricos ante Dios? ¿Queremos, como los de la parábola de Jesús, presentar duplicados los talentos ante Dios en el día de las cuentas?… Si tenemos amor propio, si tenemos vivo el sentimiento de la dignidad personal, preguntas como éstas nos las hemos hecho silenciosamente todos, porque nadie quiere ser una persona vulgar.
Y, naturalmente, todos nos respondemos que sí, que queremos distinguirnos, que no queremos caminar a ras de tierra, sino que aspiramos a cosas grandes.

En el orden de la vida, el mejor agricultor, el mejor carpintero, la mejor cocinera, la mejor oficinista, el mejor estudiante, la mejor educadora, el mejor futbolista, igual que el abogado más brillante o el inventor más famoso, son grandes ante la sociedad y ante su propia conciencia. Y esto es lo más importante: son grandes ante Dios, porque significa que todos ellos se han esforzado por cumplir su deber, y, con el cumplimiento del deber, han conquistado esa grandeza que será su riqueza imperecedera.

Al pensar en la palabra carácter, nos viene de inmediato a la memoria
una persona inflexible: no se doblega por nada;
una persona constante: lo que se propone lo consigue;
una persona equilibrada: los caprichos no cuentan con ella;
una persona magnánima: la generosidad campea en todas sus actuaciones;
una persona leal: siempre fiel, de la cual uno puede fiarse;
una persona sincera: no teme la verdad, y reconoce con nobleza sus errores;
una persona “completa”, en una palabra: porque no le falta nada. Acostumbrada a proponerse lo noble y lo grande, y tenaz siempre en su propósito, ha conseguido hacer de sí misma toda una personalidad.

El carácter es un sello, una marca que configura, y que manifiesta hacia fuera lo que llevamos dentro. Indica que poseemos un ideal y el sentido del deber. Sin ideal, nadie se hace esclavo del deber. Y sin el sentido del deber, nadie se puede formar el carácter, que es, precisamente, fidelidad al ideal, a los propósitos, a la palabra empeñada, a Dios que pedirá responsabilidades.

Aquella muchacha, hija del Gobernador de Filipinas y de una noble peruana, se había fijado un ideal: quería consagrarse del todo a Jesucristo. Pero encontró una resistencia tenaz en su familia, particularmente en el novio que la pretendía, y que cada vez le hacía regalos más costosos. Al fin él, despechado:
– Entonces, dígame: ¿para qué sirve mi dinero?
Y ella, serena, segura de sí misma, insobornable:
– Para lo que usted quiera, menos para comprarme a mí.
Aquí hay una mujer de carácter, una de esas personas con alma muy rica, consecuente con sus propias ideas (Venerable Isabel de Larrañaga)

El Papa Pío XII decía que hoy es necesario hablar del carácter porque abunda el “empobrecimiento de las almas”, producido por tantas costumbres frívolas, que han dejado a esas almas “interiormente vacías”.

¿Queremos pertenecer, en el mundo de las almas, a esa categoría superior? Aunque hablando a otro propósito, Jesús nos da en el Evangelio una fórmula casi mágica: Sí, sí; No, no. Es decir, voluntad decidida para el bien, y rechazo violento para el mal.
NO, a todo lo que es indigno de la persona, a todo lo que inquieta la conciencia, a todo lo pasajero que no ha de traspasar los límites de esta vida.
SÍ, a todo lo grande, a todo lo bello, a todo lo digno, a todo lo que sea deber, a todo lo que tenga sabor a eternidad.

Con esta disposición de ánimo, cada jornada es un enriquecimiento. El carácter se torna firme, indomable, con el resultado más positivo: los que nos rodean nos distinguen con su mayor aprecio, y, para cuando nos toque, las manos las tenemos llenas ante Dios…

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