La alegría cristiana
3. mayo 2013 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesSe dijo muchas veces que el Papa Pablo VI vivía muy triste. Esta era la fama. Pero quienes convivieron con él y trabajaban más directamente a sus órdenes aseguran todo lo contrario: que, a pesar de tocarle unos días tan difíciles de la Iglesia, se le veía siempre risueño, confiado, amabilísimo. Y ese Papa tuvo una vez la ocurrencia de lanzar una carta encíclica a toda la Iglesia sobre la alegría. Y una encíclica es el documento más serio que escribe un Pontífice.
¿Por qué la selección de este tema, tan desusado, que a ningún Papa se le había ocurrido antes y que nos sorprendió a todos? Pues, muy sencillo, porque la alegría es una consecuencia de la Gracia de Dios vivida por el cristiano.
Y a la vez que una consecuencia, es también causa y un estímulo muy fuerte para la vida de la Gracia. A cuanta más Gracia de Dios, más alegría en un alma; y a cuanta más alegría en el alma, más Gracia de Dios también.
Ya que hemos mencionado a un Papa, mencionemos a otros tres de nuestros días, los cuales han tenido una influencia enorme en la Iglesia, precisamente por su alegría.
El queridísimo Beato Juan XXIII, que parece canonizó la alegría, dijo alguna vez: Es bueno que los hijos de Adán utilicemos la lengua para gastar alguna que otra broma.
Juan Pablo I, precisamente por su buen humor y alegría, en treinta y dos días de pontificado no dejó a la Iglesia más legado que una sonrisa, pero, ¡qué sonrisa! Nos va a costar olvidarla…
Pío XII, sin tanta poesía como estos Papas, y muy magistral, nos lo dijo con estas palabras: Para hacer amar la doctrina de Jesús, será más eficaz ver sus rostros radiantes de caridad que todos los razonamientos y discursos (30-IX-51)
La alegría es el Cielo en la tierra. Con la alegría, pregustamos aquí abajo los goces que nos esperan allá arriba. Y esto, aunque arrecien las pruebas, que se suavizan todas cuando hay paz y alegría en el corazón.
La alegría nace del amor satisfecho. Y el amor satisfecho, canta. Por eso en el Cielo, con el amor satisfecho en su plenitud, entonaremos un canto incesante y eterno. La Iglesia peregrina, al pregustar los goces venideros aun en medio del destierro, canta siempre, conforme al encargo del Apóstol San Pablo: “Cantad a Dios agradecidos en vuestros corazones con salmos, himnos y cánticos espirituales” (Colosenses 3,16)
Al hablar ahora de la alegría, nos metemos en un tema muy importante para la vida, tanto personal, como familiar, como social. No tememos nunca miedo de las personas que ríen, sino de las que lloran. No nos preocupan las personas mofletudas, sino las de caras alargadas.
La Biblia, como Palabra de Dios, nos previene seriamente contra la tristeza, a la que llama “polilla en el corazón del hombre” (Proverbios 25,20), y en otra parte una peste “que ha matado a muchos” (Eclesiástico 30,25)
La Liturgia de la Iglesia pide en una oración repetidísima: ¡Que nos veamos libres de la tristeza!, mientras que pide la alegría en multitud de oraciones. La Liturgia se hace eco de un testigo de la Iglesia primitiva, que dice severo: La tristeza es el peor de los espíritus; ninguno como él expulsa de nosotros al Espíritu Santo (Pastor de Hermas)
Los Santos se expresan siempre con extrema gravedad. Muchos de ellos han sido serios; triste, ninguno.
Todos ellos hacen honor al dicho vulgar, profundamente cristiano y formulado por San Francisco de Sales, de que Un santo triste es un triste santo.
San Francisco de Asís llama a la tristeza mal babilónico, confusión terrible.
Santa Catalina de Siena ve en la tristeza una influencia diabólica.
Y es bien conocido el dicho de Teresa de Avila: Tristeza y melancolía no las quiero en casa mía.
Vamos a decir que la Sagrada Escritura y los Santos se divierten en pegar palos fuertes a la tristeza, mientras que no saben cómo ensalzar, recomendar y hasta exigir la alegría, fuente de tantos bienes.
La Biblia nos dice como un imperativo: “Servid a Dios con alegría” (Salmo 99,1). La venida del Mesías es comunicada como el gozo máximo: “Os comunico una gran alegría”, les dice el Angel a los pastores (Lucas 2,10). Y la carta magna del Reino, proclamada por Jesús en la montaña, comienza con el ¡Dichosos, dichosos, dichosos!, repetido por el Señor con gozo desbordante (Mateo 5). Los Apóstoles, azotados en la asamblea judía, salían contentos a más no poder porque habían sido hallados dignos de sufrir por el Nombre del Señor Jesús (Hechos 5,41)
Los Santos —todos sin excepción— han sido la gente más alegre. Francisco de Asís, el pobrecillo, ha sido el hombre que más ha gozado de la naturaleza. Javier, en medio de sus fatigas enormes, grita: ¡Basta, basta, Señor!, porque no podía con tanto gozo. Antonio María Claret, herido de muerte en Cuba por el puñal asesino, dice: Hace muchos años que no he sido tan feliz, de modo que alegraba yo a todos cuantos me visitaban. Teresa del Niño Jesús, contando sus recuerdos, hacía saltar las lágrimas de tanto reír a sus compañeras en las recreaciones… Y así todos, alegres a más no poder.
Nosotros nos encontramos ante la alegría y ante la tristeza como una opción. A la tristeza la vamos a odiar de muerte. Y nos vamos a abrazar a la alegría con pasión de novios. Siempre alegres, siempre felices, porque el gozo del Señor inunda nuestras almas. Hacemos nuestro aquello de la Biblia a los judíos vueltos del destierro: “La alegría del Señor es vuestra fuerza” (Nehemías 8,10). Y si Dios es nuestra fuerza y nuestra salvación, ¿por qué no vamos a estar siempre alegres?…