Alegres. ¿Por qué?
14. junio 2013 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesEn el salón de la muerte, después que han sido fusilados ya los Superiores y los Profesores del Seminario, quedan cuarenta muchachos esperando ser pasados por las armas aquella misma noche. Sus guardianes comunistas no creen lo que ven. Al anochecer, y antes de que se apaguen las luces del salón cárcel, aquellos jóvenes seminaristas estallan en una alegría incontenible. Unos se abrazan, otros se besan emocionados en la frente, éstos lloran de felicidad ante el próximo fusilamiento, y todos rezan, cantan y esperan la muerte con una serenidad inexplicable. Los milicianos rojos expresan su estupor con frases como ésta: ¡Ni que fueran a viaje de bodas!…
Camino del suplicio, iban en el camión atronando con cantos los aires, hasta arrancar de una furibunda mujer este comentario envenenado: ¡Habráse visto! Los llevan a matar y aún insultan… Esto fueron y así actuaron los Mártires Claretianos de Barbastro (Mensaje nº 932)
Una actitud semejante nos suscita sin más esta cuestión: ¿De donde puede venir esta alegría? ¿Quién puede producirla? ¿Cómo es posible reír y cantar ante los fusiles preparados para la descarga?… ¿Â esto llega la alegría cristiana?…
Son muchas las veces que en nuestros mensajes tocamos expresamente ⎯o incidentalmente al menos, pero siempre con toda la intención⎯, el tema de la alegría. Y no andamos fuera de camino cuando lo hacemos así. Porque la alegría juega un papel muy importante en nuestra vida.
Sin alegría en el corazón, nuestra vida cristiana sería una calamidad, mientras que la vida es un festín cuando la llena la alegría proclamada por Jesús en el Evangelio y recomendada por Pablo con aquellas sus palabras a los de Filipos: “¡Alegraos siempre en el Señor! Os lo repito: ¡alegraos!” (Flip. 4,4)
Con la alegría de nuestras almas, damos un testimonio fehaciente de que Dios vive en nosotros, hondamente sentido en lo más íntimo de nuestro ser.
Con la sonrisa feliz de nuestros labios pregonamos que no nos espantan los deberes humanos y cristianos que pesan sobre nosotros.
Con la felicidad que vamos derramando por doquier afirmamos con gestos, no precisamente con palabras, que tenemos por delante bien clara y segura la meta a que Dios nos llama: la vida eterna.
Todos nosotros nos encontramos ante la alegría y la tristeza como ante una opción. ¿Podemos dar lugar en nuestro corazón al pesimismo y la melancolía? ¿O, siguiendo la Palabra de Dios y la tradición cristiana más pura, hemos de dar rienda suelta a la alegría en nuestras almas?… La elección resulta evidente. Alegría, sí, y siempre. Tristeza no, y jamás.
Por eso, porque optamos por una vida feliz en medio de las contradicciones que nos pueden sobrevenir, examinamos las raíces de nuestra alegría cristiana. Una alegría, que, como dice Jesús, es un gozo que permanece colmado en nosotros y que produce la paz, su paz, tan diferente de la que da el mundo, limitada y pasajera, cuando no falsa del todo (Juan 14,27 y 15,11)
La primera raíz de la alegría es la tranquilidad de la conciencia. Hoy no se valoriza esta razón como en tiempos idos, porque hoy no se reflexiona lo suficiente. El barullo del mundo distrae más de la cuenta a muchos, pero, por muy ensordecedor que sea ese ruido, no logra acallar el remordimiento de la culpa. Al contrario, cuando se vive con la conciencia en paz, se tiene esa alegría que el mundo desconoce y que no se experimenta en la discoteca enloquecedora…
Esa tranquilidad y esa alegría vienen del Dios que vive en nosotros. Aquella emperatriz impía amenazaba con el destierro al gran Padre de la Iglesia San Juan Crisóstomo. Y el obispo de Constantinopla respondía con toda paz: ¿Me amenazas con el destierro? Poco miedo me das, porque allí encontraré a Dios.
Además, nuestro Dios no se da de manera demasiado misteriosa, porque, a poca fe que tengamos, lo experimentamos cercano, cercanísimo, en la Santa Eucaristía. Su celebración renueva en nosotros cada semana y hasta cada día la alegría pascual que inundaba a la Iglesia naciente, y que nosotros expresamos con el canto jubiloso: ¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor!…
El cristiano tiene otro motivo muy especial de alegría, como es la seguridad de la protección de la Virgen María, la Madre de Jesús y la Madre nuestra, a la que le invoca siempre llamándola “Causa de nuestra alegría”. Porque María, al habernos traído a Jesús y al seguir dando siempre Jesús a la Iglesia, se convierte en motivo de una alegría de la cual tenemos tan abundantes experiencias?. ¿Cómo no vamos a sentirnos felices con una Madre semejante?…
Cierto que la vida podrá traernos muchas penas y nos hará experimentar muchos fracasos. Pero esos fracasos y esas penas no conseguirán jamás hundirnos mientras tengamos ante la vista el fin glorioso que nos aguarda, expresado por San Pablo de manera tan ponderativa: “Vivid alegres en la esperanza”, “porque la esperanza no confunde”, “ya que la breve tribulación de un momento nos produce sobre toda medida un enorme caudal de gloria, pues las cosas visibles son pasajeras, mientras que las invisibles son eternas” (Rom.12,12; 5,5; 2Cor. 4,17)
Los jóvenes scouts de un campamento hicieron la fogata de la noche de una manera muy singular. Por extraño que parezca, aquel día el jefe estaba de mal humor, y los muchachos se lo hicieron pagar caro. Armaron un monigote con palos, lo vistieron con todos los trapos que encontraron, bien rellenos de paja y hierba seca, lo embadurnaron de pez y le pusieron una cabezota con cara avinagrada y bigote caído. Formaron delante el piquete de ejecución, se le fusiló en toda regla, le prendieron fuego al pobre cadáver, y se fueron a descansar en las tiendas sin decir una palabra… El jefe entendió: ¿Y quién me manda estar triste y malhumorado cuando no hay más que motivos para estar alegre?…