A lo seguro…
9. agosto 2013 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesLeyendo un poco de literatura clásica, me he encontrado con dos pensamientos de los mayores exponentes de las letras alemanas e inglesas. Los dos grandes poetas vienen a decir lo mismo.
El alemán asegura: Estar sin Dios es estar sin ancla, estar sin apoyo, sin fuerza estabilizadora en las tempestades de la vida (Schieller)
El inglés, dice por su parte: Estar sin Dios es vivir en todo momento a un paso del naufragio (Milton)
En nuestra lengua española, esto lo traducimos en un refrán muy popular: Si quieres aprender a rezar, métete en la mar. Porque verse a merced de las olas en la mar bravía, cuando no se ve ya ninguna esperanza, lleva a todos, hasta al más incrédulo, a agarrarse al único asidero, que es Dios.
Es algo que comprobamos cada día, por poco que observemos a las personas que tratamos, a saber: que quien no está con Dios, quien vive prácticamente sin Dios, es una persona desorientada.
Más, un médico siquiatra norteamericano aseguraba que, entre tantos pacientes tratados por él, una vez pasaban de los treinta y cinco años, no había ni uno que no tuviera como causa de sus alteraciones nerviosas algún motivo religioso, es decir, el haber abandonado a Dios, la fe, la práctica religiosa (Dr. Jung)
Es natural. Porque, al venir los vaivenes tormentosos de la vida, y que son inevitables, ¿a quién se puede acudir, si nadie puede brindar ayuda cumplida?… Quien la paga entonces es la salud, cuya cuerda se rompe por el tramo más débil, como es el sistema nervioso.
Dios resulta necesario para llevar una vida ordenada y normal. No bastan las virtudes humanas para la tranquilidad y la paz. Se ven, de hecho, caballeros y señoras dignos de todo respeto, cultos, nobles, educados, magníficos en todo sentido, y, sin embargo, insatisfechos, por más que en la vida social aparecen como las personas más felices.
Nada decimos, como es natural, de los que expresamente se alejan de Dios, de los que huyen de Él, de los que le combaten incluso. A nosotros nos cuesta entender su difícil situación, porque a nosotros, por gracia del mismo Dios, no se nos ha ocurrido jamás prescindir un solo día del Dios a quien amamos.
Sabemos lo que ocurría con la masonería, que negaba a Dios sistemáticamente y exigía a sus miembros la apostasía formal de Dios, de modo que se comprometían a no recibir los Sacramentos ni en la hora de la muerte. Esto es lo que hizo aquel conocido Profesor italiano de Florencia (Cesare Parrini, +1884), que se batió en duelo con un rival. Queda gravemente herido, pero no muere. Nota que la vida se le escapa por momentos, y pide angustiado, aunque con sangre fría, por medio de una señora conocida, que no se le va a negar a hacerle este favor:
– ¡Un sacerdote! ¡Quiero un sacerdote!
Se enteran los de la logia:
– ¿Cómo, que un sacerdote? ¿Y tu juramento de masón? ¿Y la misma disposición de tu testamento?
– Me reconcilio por completo con Dios. Pido perdón por todo el mal que hecho a la Iglesia, sobre todo con el periódico que yo mismo publicaba. Quiero morir cristianamente.
Momentos antes del fin, invoca humilde, confiado y con gran espíritu de fe:
– ¡Jesús, Jesús!…
– ¿Por qué dices eso?, le increpa un correligionario. Y el moribundo, muy sereno:
– Amigo, las cosas presentan otro aspecto en la muerte que en la vida.
La historia está llena de casos de náufragos así. Menos mal si, como este Profesor florentino, se dan cuenta de lo que ha sido su vida, y al fin tienen el valor de volverse a ese Dios a quien abandonaron tan irresponsablemente.
Pero nosotros nos preguntamos, con preocupación muy explicable, porque nos inquieta la salvación de todos: ¿Hay que esperar hasta el fin, jugándose la ultima carta a la ruleta rusa?… ¿No es más sensato adelantar a toda la vida lo que se va a querer, o se habría querido, al final de todo?…
Estar en Dios y con Dios es la sabiduría suma.
Hablar con Dios, en una oración que se nos escapa de los labios sin querer casi, es una delicia.
Contar con Dios para toda empresa, para todo lo que se hace, es asegurarse el éxito en todo.
Sentir a Dios en la propia alma, con una conciencia en paz, es la felicidad mayor que se experimenta.
En suma, cuando Dios llena la vida —porque se cree en Dios, se espera en Dios, se ama a Dios, y por Dios se trabaja, y se sufre, y se ríe, y se goza, porque todo se hace por Dios y para Dios—, entonces la vida adquiere un valor supremo y se adelanta, por decirlo así, toda la eternidad al momento presente. Porque —pensando con Pablo—, si en la eternidad “Dios va a ser todo en todos” (1Corintios 15,28), ¿qué diferencia va a haber entre nuestra eternidad y nuestra vida presente? Ninguna. La diferencia es tan sólo accidental, de modo, no de sustancia: el Dios que entonces veremos y gozaremos, es el mismo que ahora se nos da y al que nosotros nos estamos dando…
Dos grandes poetas, el alemán y el inglés, nos han dicho cómo se necesita a Dios en el mar proceloso de la vida.
Y un poeta hindú moderno, con acento arrebatado, nos dice cómo lo siente en su alma contemplativa al ver que arrecia la tormenta:
Cuando surgen las violentas tempestades de la prueba,
y las angustias me arrojan sus aullidos,
entonces yo cubro su vocerío
entonando aun más fuerte: Dios, Dios, Dios…