El deber

8. noviembre 2013 | Por | Categoria: Reflexiones

Hay una palabra en el lenguaje humano que nos entusiasma unas veces y otras veces nos da miedo: es la palabra DEBER. Entendemos por deber la obligación que tenemos de realizar alguna cosa que nos toca a nosotros, algo personal, de lo cual tendremos que responder ante los demás y, sobre todo, ante Dios.  
Por eso, la palabra deber nos entusiasma, porque nos honra, nos dignifica, nos engrandece, nos llena de legítimo orgullo cuando lo sabemos cumplir.
Y también, esa palabra deber nos da miedo, porque nos impone unas exigencias muy serias, nos hace renunciar a muchos gustos, nos coloca en la situación de cargar con unas consecuencias muy malas si no lo hemos cumplido.

El deber es una obligación de todos, y de él no se escapa nadie. Aceptado un cargo, una profesión, un oficio, o elegido un estado de vida, se echa encima la carga inexorable. Somos como el reloj. Lo hemos comprado para que nos dé la hora exacta. Si no la da, si se retrasa o se avanza, si se para indebidamente, ese reloj es inútil y lo botamos a la basura.

Uno de los escritores más grandes de nuestra literatura clásica, se le encaró una vez nada menos que al Rey, y le dijo: -Señor, los monarcas sois jornaleros; tanto merecéis como trabajáis (Quevedo a Felipe IV)
Así lo entendió aquella reina de Francia. Después de un famoso atentado que por poco les cuesta la vida al Emperador y a su esposa, todos querían atender a la bella Emperatriz, tan querida del pueblo. Y ella, con los vestidos manchados de sangre, respondía con gran serenidad: -No se ocupen de nosotros. Es nuestro oficio (Napoleón III y Eugenia de Montijo)

Como vemos, los más grandes tienen conciencia de su deber. Están para eso. Para renunciar a la vida incluso, si el deber se lo exige.
¿Qué exigimos al cocinero de un restaurante? Que la comida esté bien hecha.
¿Qué le pedimos a la modista? Que el vestido esté impecable.
¿Qué queremos del funcionario? Que nos atienda bien en la ventanilla.
¿Qué requerimos al maestro o a la profesora? Que impartan bien las lecciones.
Si queremos, hacemos una lista interminable, sólo para determinar lo que tenemos derecho a exigir al agricultor, al abogado, al médico, al gobernante, a la madre de familia, a la empleada doméstica, al comerciante, al policía, al estudiante, a la artista, al escritor, al locutor o locutora como yo en estos momentos…
Porque donde hay un cargo, hay una carga; donde hay un derecho, hay una obligación; donde hay un empeño que realizar, hay un deber que cumplir.
El sentimiento del deber es algo que honra sobremanera a una persona. Ante el deber no se doblega nadie que tenga pundonor o conciencia.

Ponemos el caso de un Papa de nuestro tiempo, tan querido y tan santo: San Pío X. Hijo de una familia campesina, era honrado cien por cien. Un sobrino suyo sacerdote, muy ejemplar, va a visitarlo a Roma. Todos lo admiran, y su tío el Papa, más que nadie, porque conoce su valer.

Con una gran naturalidad y con gran cariño también hacia el valioso sacerdote, le insinúan al Papa:
     – ¿No se le podría dar algún cargo de importancia? ¿No podría incluso ser Cardenal?
Y el tío, el Papa:
     – ¿Cardenal mi sobrino?… ¿No me dicen todos que es muy buen sacerdote? Pues, que cumpla su deber de sacerdote, lo único que se le pide.
Lo llama, y le dice:
     – Se acerca el domingo. Debes partir a tu parroquia para que el pueblo no se quede sin la explicación del Evangelio, y tú puedas cumplir con todos los deberes de tu ministerio.

Era el sentimiento del deber, lo mismo en el Papa que en el humilde Cura.
El deber se fundamenta siempre en Dios. El mismo Jesucristo dio el ejemplo máximo del sentimiento del deber que pesaba sobre Él. Había venido al mundo para salvar al mundo, y salvarlo con la muerte en la cruz. Jesús tenía conciencia de ello. Tal como estaban las cosas, veía que había llegado la hora. Celebra la cena pascual, y está de sobremesa, íntima y emocionada, con los discípulos. En un momento sublime, les dice resuelto: “Para que el mundo sepa que yo amo al Padre y que cumplo lo que me encargó, salgamos de aquí”, al Huerto, y del Huerto a la Cruz… (Juan 14,31)

Cuando se habla de la sanción que Dios impondrá a cada uno al final de la vida —de salvación eterna o de perdición sin fin—, en realidad no se trata de otra cosa sino de la paga que Dios dará a cada uno, según haya cumplido o no haya cumplido su deber. ¡Qué cosa tan sencilla y qué cosa tan tremenda, hablar así del juicio de Dios! Pero esta es la realidad. No hay otra explicación.

Cuando se busca un ejemplo vivo de lo que significa el cumplimiento del deber, se pone el caso del capitán del barco: no se salva él, hasta que no se haya salvado el último de los pasajeros y el último de los marineros. Capitán que así lo hace, se cubre de gloria.
Como en aquel crucero, herido de muerte en medio del mar, los jefes dan órdenes precisas para el salvamento de la tripulación. Se presenta un barco inglés para recoger a todos, y el Capitán y los oficiales: -¡Gracias! Pero mientras haya un marinero en peligro, no abandonaremos nuestros puestos. Todos murieron gloriosamente (El Baleares, Guerra Civil, 1936-1939)

Así pensamos con toda justeza los hombres, que levantamos un monumento al héroe del deber.
Porque el cumplimiento de deber, que dignifica tanto a la persona en su propia conciencia, la hace grande a los ojos de la sociedad, pero, más que nada, a los ojos del mismo Dios.

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