¿Una vida que no se manifiesta?…
27. diciembre 2013 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesEn un pueblo de la Bretaña francesa, región muy católica, se dio un caso divertido y que tuvo un final estupendo. Un joven holandés, muy aficionado a la pintura, tuvo la idea feliz de realizar un cuadro de la Virgen. En verdad, la Virgen le importaba muy poco, pues la religión no le decía nada, y por eso ni tan siquiera estaba bautizado. Pero la Virgen María resultaba un tema apto para lucir las habilidades artísticas.
Y así, iba mirando muchachas y más muchachas bonitas e inocentes, hasta que dio con una que le gustó de veras. Emprendida la labor, mientras pintaba se entretenía en hablar con su modelo. Hasta que ella, candorosamente, le pregunta con extrañeza:
– Y usted que es tan buen pintor, ¿por qué no va a Misa los domingos?
Aquí acabó el buen humor del artista, para responder con desdén:
– ¡Yo rezo a mi manera!
La muchacha, con más candor todavía, se le queda mirando con ojo escrutador, y le suelta con miedo, pero muy atinadamente:
– ¡Ay, señor! Su boca no parece que sepa rezar.
Aquello fue un rayo. El pintor reflexiona. Se convierte. Se bautiza. Busca la soledad de un convento, y llega a ser conocido después como el célebre “monje pintor” (Verkade)
Es una lástima que todos los que dicen “Yo rezo a mi manera”, “Yo ya me las entiendo con Dios”, “Yo creo, aunque no rece”, y mil expresiones más como éstas que corren de boca en boca, no encuentren alguna amiguita candorosa que les diga sin malicia, por supuesto: “Pues, yo no le entiendo”…
Porque, sin muchas filosofías, la chica dijo una gran verdad: que la vida se convierte siempre en actos. La vida religiosa, lo mismo que cualquier otra clase de vida.
Quien tiene fe, la manifiesta con su manera de pensar y de hablar.
Quien lleva amor a Dios en el corazón, estalla en plegarias ardientes.
La fe en Dios y el amor a Dios se traducen en oración, en actos de culto, en prácticas religiosas, en domingos bien guardados, en todo lo que signifique servicio de Dios.
La vida moderna, ciertamente, se presta mucho menos que antes para la manifestación de la fe y de la religiosidad que llevamos dentro. Pensemos solamente en el domingo.
Antes, era natural el reunirse en la Iglesia todos los creyentes, porque daba ocasión para encontrarse las familias, charlar amigablemente, estrechar los lazos de amistad, cuidar entre todos a los pequeños… Culto, descanso, distracción, se conjugaban admirablemente para pasar un día delicioso, que llenaba el alma.
Hoy, ¿quién sueña en un domingo así? Se va a la Misa por las justas, porque después está el deporte, y la excursión, y las distracciones obligadas. Por lo mismo, si no se quiere perder el valor del Día del Señor, se impone la reflexión y la decisión de ir contra corriente, si es preciso.
Del caso concreto del domingo, pasamos a generalizar algo más.
La fe en Dios y el amor a Dios —lo que entendemos con la palabra global de “Religión”— necesitan exteriorizarse de una manera u otra. Cada uno lo hace según su propia idiosincrasia, según su manera de ser, según sus gustos. A un niño no le pidamos lo que a una persona mayor; a una mujer lo que a un varón; a un campesino lo que a un profesor. Pero todos se abrirán a Dios con corazón sincero, y ante los ojos del Señor esto es lo que cuenta.
Casi resulta una humorada lo que hizo aquel general francés, aunque se desempeñó con toda seriedad. Llega la noche, se va a dormir bien rendido, y, ya acostado, se recuerda que le faltan algunas de las oraciones que no dejaba ni un solo día. Se levanta, y llama a su ayuda de cámara, que estaba de guardia:
– Por favor, tráigame pronto el uniforme.
– ¿El uniforme a estas horas, mi General?
– Sí, me he olvidado de rezar, y al Rey de reyes se le presta el servicio siempre de gala (Salignac Fenelon)
Cuando se vive y se practica la fe, se entienden perfectamente las demostraciones de la misma fe.
El creyente, no entiende cómo se puede pasar la vida sin orar.
Al que ama, no le pasa por la cabeza el ausentarse sistemáticamente del templo, sin horas de adoración.
Se ha dicho muy poéticamente, que la persona de fe tiene la misión de la flor: exhalar hacia el cielo su perfume y depositar en tierra su semilla fecunda.
Es cierto que en la vida tenemos que hacer muchas cosas, cumplir muchos deberes, desempeñar muchos oficios, realizar nuestra misión personal. A eso se le llama depositar la semilla que debe multiplicarse.
Pero antes —mejor dicho, a la vez, siempre, mientras se trabaja cara a la tierra—, se embalsama el ambiente con la plegaria de los labios y se caldea con el latir del corazón, que arde por Dios… Quien permanece en disposición semejante, es aquel creyente que previó Jesucristo cuando hablaba con la Samaritana: “Créeme, mujer, llega el día en que los verdaderos adoradores rendirán culto a Dios en espíritu y en verdad” (J. 4,24)
La modelo candorosa, que desempeñaba hermosamente el papel de la Virgen, no entendía aquello de vivir sin rezar. -¿Para qué se tiene entonces la boca?…
Dejamos a la muchachita en su inocencia, mientras nosotros escuchamos a su interlocutor, que después se hizo creyente convencido: -Es cierto. ¿Para qué digo que tengo fe, si no la manifiesto y ninguno la ve? ¿Por qué digo que me las entiendo con Dios, si Dios no conoce ni el sonido de mi voz?…