El don de un libro bueno
10. enero 2014 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesUn Santo y misionero muy grande, que no tenía nada y vivía muy pobre, hacía verdaderos milagros para hacerse con muchos libros y repartirlos gratis. ¿De dónde sacaba el dinero para comprar tanto libro, que no vendía sino que regalaba? Y daba este consejo sobre cómo emplear bien el dinero:
– ¿Quiere hacer un regalo, quiere hacer el mejor regalo? Ni se lo piense: regale usted un libro.
Así pensaba y así hacía aquel apóstol genial que se llamó Antonio María Claret, convencido también de que al pobre que pide, junto con las monedas consabidas, se le regale también un libro como la limosna mejor.
También lo entendía así aquel escritor y conferenciante, que decía:
– Me parece un símbolo la preferencia con que, al llevar un libro, lo colocamos inconscientemente debajo del brazo izquierdo para tenerlo más cerca del corazón (Dr. Martínez Vargas)
Muy atinado. Porque, lo que leemos, no sólo ilustra la mente, sino que después anida en el corazón, para convertirse finalmente en una fuerza tan poderosa como el amor, que mueve la vida entera.
En la Biblia, se toma muchas veces el libro como el mismo mensaje de Dios. “Come el libro y cómetelo”, decía Dios al profeta (Ezequiel 3,1). Y el ángel a Juan: “Toma el libro, y devóralo” (Apocalipsis 10,9).
Dios siguió con el mundo esta pedagogía. Manifestaba su palabra a los profetas, y venía después la orden: ¡A escribirla! ¡Que mi palabra permanezca! ¡Que los hombres no la olviden!…
La Biblia nació del genio judío, pero en ella latía ante todo la sabiduría divina, que, con providencia amorosa, convertía el libro en el conductor de las ideas para el mundo. Y de aquí vinieron aquellas órdenes imperiosas:
– “¡Pon por escrito estas cosas!”, manda Dios a Moisés en el Sinaí (Éx. 304,27)
– “Toma un pergamino grande, y escribe con caracteres claros e inteligibles”, le manda a Isaías (8,1)
– “Escribe en un libro todas las palabras que yo te he dictado”, le encarga a Jeremías (30,2)
– “Lo que ves, escríbelo en un libro, y remítelo a las siete Iglesia de Asia”, le dice a Juan (Apocalipsis 1,11)
Diríamos, al leer estos textos de la Biblia, que Dios hace al libro el máximo honor que se le puede tributar. ¡Cuánta importancia tiene que tener el libro para que así lo ensalce Dios!
Y, por más que avance la técnica —con films, y diskettes, y CDRoms…—, podemos asegurar, sin miedo a equivocarnos, que esos libros que contienen la Palabra de Dios durarán como libros hasta el fin de los tiempos…
Esto es y debiera ser siempre el libro, todo libro: algo, alguien, que nos trae pensamientos de Dios, palabras de Dios, rayos de luz salidos de Dios, alimentos que nutren el alma con las verdades de Dios.
La Biblia, libro de los libros, es todo eso ciertamente. Pero eso mismo debieran ser todos los demás libros: unas emanaciones de la Palabra de Dios, porque ningún libro tendría que desdecir de lo que Dios nos ha dicho y enseñado.
En el siglo quince, apareció con Gutemberg la imprenta, el invento quizá más trascendental para la Humanidad en los tiempos modernos. Invento sobre el que un profesor hacía este comentario a los muchachos y muchachas de su clase:
* ¿Saben lo que le ocurrió al inventor aquel día? Pues, que se durmió. Y en el sueño, que era una visión, vio a dos ángeles que entablaban una lucha feroz. El uno era feo y monstruoso, y ya pueden suponer ustedes de quién se trataba; el otro, bello y deslumbrante. Los dos pugnaban por llevarse aquella máquina prodigiosa, que al fin se quedó en el sitio donde la instalara Gutemberg.
Pero, los dos ángeles, sin ganar ni perder ninguno de los dos, resolvieron seguir la batalla desde otro lugar, mucho más apropiado para cada uno.
El ángel bello, sonriente, instaló una imprenta en las alturas, y desde el Cielo hacía caer continuamente libros y más libros que inundaban el mundo llenándolo de bendiciones.
El ángel feo y monstruoso, puso su taller abajo, dentro de los abismos, y de allí mandaba también libros y más libros sobre la tierra, que subían como piedras de lava en un volcán, en medio de una humareda sulfurosa y pestilente…
Gutemberg se despertó sobresaltado, pero durante la visión iba gritando al ángel feo: -¡Basta, basta, que yo no inventé la imprenta para ti!…
Mientras que le iba diciendo al ángel bello: -¡Más, más, saca más libros, cuantos más mejor!…
Felicitamos al profesor ingenioso, que con su viva imaginación nos decía a todos lo que son el libro bueno y el libro malo: el bueno, un regalo del Cielo; el malo, un engendro del peor enemigo.. .
El libro malo —el inmoral, el que niega o pone en duda o disimula la verdad de Jesucristo, igual que el que ataca descarada o solapadamente a la Iglesia, Maestra de la Verdad—, contiene un veneno peor y más disimulado que el carbunclo o ántrax de la guerra moderna.
El libro bueno, por el contrario —el que nos enseña la fe y la doctrina de Jesucristo, propuestas por la Iglesia, o el libro que nos forma intelectual, moral y humanamente, salido de la pluma de escritores serios, y hasta el que nos distrae con provecho y agudiza nuestro ingenio—, ese libro es digno de llevarse bajo el brazo cerca del corazón, de adornar nuestra sala de estar, y hasta de ser lucido con orgullo.
Ese libro bueno lo habremos comprado nosotros o nos lo habrán obsequiado como el mejor regalo. Pero lo cierto es que, al formarnos cristiana y humanamente, el libro llegado a nuestras manos, y leído con afán, nos ha caído del cielo como una bendición…