La seriedad ante Dios
3. enero 2014 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesTodos sabemos quién fue Voltaire: el enemigo más burlón que ha tenido la Iglesia, a la que hizo un mal incalculable con sus calumnias y sus chistes, que después de dos siglos y medio todavía se siguen propalando, y hasta son de moda entre muchos incautos. Un día, encontrándose en Alemania huésped del rey Federico II, su desfachatez y ligereza llegó al extremo de decir:
– Por lo que a mí toca, estoy dispuesto a vender mi puesto en el cielo por una moneda de oro.
Se levanta de repente el alcalde de la ciudad, allí presente, y firme desde la otra parte de la mesa, le desafía:
– Señor Voltaire, estamos en Prusia, y aquí nadie compra nada sin saber antes si el vendedor es el dueño legítimo de la mercancía. Si usted me puede demostrar que posee un puesto en el cielo y que lo pone en venta, yo se lo compro por diez mil monedas de oro. ¿Acepta el trato?…
Voltaire era muy malo, pero no era tonto del todo, y se calló prudentemente.
Un hecho como éste nos hace pensar en la seriedad con que Dios ha sido siempre tratado, a pesar de quienes han querido negarlo o lo han querido ridiculizar al estilo de Voltaire. Con Dios no se juega, y los creyentes hacemos muy bien cuando respetamos su Nombre, lo veneramos y lo bendecimos.
El respeto a Dios nos hace mirarlo siempre como el Creador y Soberano de todas las cosas.
La veneración de Dios, nos impulsa a honrarlo con el culto que le es debido.
La bendición de Dios nos lleva a repetir continuamente como plegaria la palabra más augusta que existe: ¡Dios!…
No es otra cosa lo que nos ordena ese precepto tan serio del Decálogo: el no tomar inútilmente y a la ligera todo lo que se refiere a Dios, en cuyo santo temor, reverencia y amor está el principio de toda sabiduría.
Cuando hablamos así, nos estamos moviendo dentro de los dones del Espíritu Santo, el cual infunde en nuestras almas un temor reverencial que nada tiene que ver con el miedo a Dios, y que tampoco se opone en nada al amor más ardiente y más tierno que le tenemos a Dios nuestro Padre.
¿Por qué entonces Jesucristo nos dijo tan seriamente que sólo a Dios habríamos de tenerle miedo? Sus palabras a los Apóstoles cuando los envía a la misión llaman ciertamente la atención:
– ¡Nada de temor a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma! A temer, más bien, al que puede arrojar cuerpo y alma en el infierno (Mateo 10,28).
A poco que analicemos estas palabras, pronto nos damos cuenta de que no es Dios quien nos da miedo, sino que nos lo damos nosotros mismos, si nos apartamos de Dios.
Al rechazar uno a Dios, tiene que atenerse a las consecuencias. Dios no entra en el trato del blasfemo filósofo, que vende tan imprudente y tan cínicamente por una moneda su puesto en la gloria…
La sociedad secularizada de hoy se muestra muy tenaz en rechazar estas realidades. No acepta ni tan siquiera el oírlas. Se repite hoy lo que le ocurrió a aquel sacerdote muy joven —hoy venerado ya en los altares—, que va a predicar a una población, y recibe de buenas a primeras la advertencia:
– Mire usted, Padre, aquí somos muy ilustrados, y hablarnos de esas cosas de la vida eterna ya no nos va. Nosotros queremos filosofía, doctrina actual, modernidad, y no lo que se da siempre a gente más inculta… (Beato Manuel González)
La sociedad actual no hablará de manera tan pedante, porque sabe no hacer el ridículo. Pero, sin hablar, es lo único que admite: lo que pega bien con sus gustos de vida fácil y bienestar, aunque sea cerrándose los ojos estilo avestruz…
Dios, porque es amor (1Juan 4,16), actúa siempre por amor y con amor. Lo que ha creado, preparado y dado a los ángeles rebeldes y dará a los que se les vendan (Mateo 25, 41), diríamos que Dios lo hace muy a pesar suyo. Deja entonces actuar también al amor, pero a un amor ofendido, y que es rechazado siempre por el mismo ofensor.
Jesucristo, clavado en la cruz, compensó de sobras nuestra culpa de criaturas rebeldes con su amor de Hijo, y Dios, por el grito de Jesucristo —¡Padre, perdónalos!— y por el valor de semejante Víctima, perdona al mundo los crímenes más horribles.
Quedan entonces abiertas las puertas de la bondad de Dios hasta para los más malos, como para el que Jesucristo tenía al lado, al que le asegura: -Hoy estarás comino en el paraíso.
Pero, volvemos al cinismo del estúpido filósofo: si vende el puesto que Dios le guardaba allá arriba, ¿qué remedio le va a quedar a Dios?…
¡Bendito sea su santo Nombre!, decimos las personas de fe.
Porque amamos a Dios, nos enorgullecemos de su grandeza, nos embelesamos con tanta maravilla como ha hecho para nosotros, para nuestro descanso y nuestro placer.
Porque lo queremos ver y gozar un día, vivimos de una esperanza que nos hace feliz la vida.
Porque sabemos quién es Dios, nadie puede jugar con nosotros si se trata de Dios, pues somos hoy más serios que en aquellos tiempos de las monedas de oro…
Este es el testimonio que los creyentes dan al mundo moderno: Porque Dios vale más que todo, por nada ni por nadie ponen en venta al Dios que les promete su misma dicha…