Los salvados
31. enero 2014 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesEn charla de amigos —todos ellos católicos practicantes, como nos gusta decir hoy—, un médico le pregunta al negociante, que pasaba como el más convencido y serio de todos:
– Siempre revolviendo cuentas en la fábrica y en los almacenes, ¿nos puedes decir cuál es el alma de todo negocio que llevas entre manos?
Y el interpelado, sin más y sin pensarlo un momento, porque ese asunto lo tenía más que pensado, responde entre festivo y serio:
– ¿El alma de mis negocios?… Pues, “el negocio de mi alma”. Tengo muy metido en la cabeza lo de Jesucristo: me importa muy poco ganar el mundo entero, si al fin me pierdo yo. Entonces, cada negocio mío está regido por una idea: no perder dinero, pero, sobre todo, no perder el alma; ganar todo el dinero que pueda, pero, sobre todo, ganar y resolver el problema de mi alma.
Esta vez no hubo risas entre los amigos. Todos escuchaban y meditaban en silencio las palabras tan sensatas como graves del improvisado predicador… Aunque otro de los amigos, se atrevió a comentar:
– Sí; en este negocio, eso de no tener un alma de repuesto resulta lo más delicado y comprometedor, y por eso no se puede jugar a la ruleta rusa.
Sería interesante saber cuál es el primer pensamiento y el primer grito del que acaba de salir de este mundo. Con gran benevolencia, y con ardiente deseo, nos gustaría que fuera éste: ¡Me he salvado!…
Se lo deseamos hasta a los más exaltados kamikazes del Islam, que cometen los mayores crímenes con su ilusión tan equivocada, pues no creemos que sea el mejor camino del Cielo el meterse con un avión secuestrado en el seno de las Torres Gemelas… Aunque seguimos pensando en que la misericordia de Dios no tiene límites.
Ciertamente que nos gustaría saber cuál es el primer pensamiento de los que se han ido, pero es una curiosidad que no podemos satisfacer, porque es un secreto que se ha reservado Dios.
De una cosa estamos seguros: que este tema de la salvación no está limitado hoy al ámbito de la Iglesia Católica —la gran predicadora de la salvación en todos los tiempos—, sino que es asunto común a todas las ideologías religiosas. Las sectas hacen de él un punto de referencia obligado. De aquí, que este problema interese a todos, lo cual es, ciertamente, una providencia de Dios.
La Biblia, para enseñarnos a valorarnos a nosotros mismos, nos avisa oportunamente: “Dios creó inmortal al hombre, y lo formó a su imagen y semejanza” (Sabiduría 2,23). Si somos inmortales, y Dios nos quiere con la misma vida suya, vamos a durar tanto como Dios, es decir, por siempre, sin fin… De esta verdad tan sencilla y tan profunda, los grandes Doctores de la Iglesia han sacado la consecuencia obligada.
Un Juan Crisóstomo, que desafía a su interlocutor:
– ¿Tienes por ventura dos almas, para rescatar con la segunda la primera?… Si has perdido la única que tienes, no te queda otra para pagar el cambio…
Fue lo que entendió aquel Papa medieval, al que el rey le pedía una concesión contra su conciencia, caso que se ha hecho famoso:
– Si tuviese dos almas, con gusto sacrificaría una para complacer a Vuestra Majestad. Pero, comprenda, ¡no tengo más que una! (Benedicto XII)
Para caminar tranquilos en la vida, y no hacer demasiado caso a los que nos vienen con cuentos sobre este problema trascendental, hay que ir ante todo a la Palabra de Dios, la cual habla de manera inequívoca, cuando nos dice: “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1Timoteo 2,4)
No se puede hablar de manera más categórica. Aunque, para quitarnos toda presunción y hacernos personas prudentes, nos diga el mismo San Pablo: “Esfuércense todos, con santo temor, en lograr la salvación… Porque Dios realiza en nosotros el querer y el obrar” (Filipenses 2,12-13).
Lo cual quiere decir que, por parte de Dios, la cosa está hecha. La incógnita, la duda, el problema, está en el hombre, que le puede decir a Dios: No me interesa. Y entonces venirse a tierra todo el plan amoroso de Dios, que podríamos resumir así: Dios, empeñado en salvarnos; y el hombre, terco en quererse perder…
Un sabio y santo teólogo de nuestros días expresaba esto diciendo que no hay una afirmación en Teología más segura que ésta: Dios da a todos, sin excepción, la gracia necesaria para salvarse (Padre Arintero)
Como vemos, la vida está llena de esperanza. La belleza de la creación, la felicidad del amor, la alegría del corazón, todo lo que Dios nos ha dado para nuestra felicidad, está ordenado a una dicha superior, que está sobre todas las cosas del mundo.
Aquella madre creyente miraba a su hijo —muy alejado de Dios hasta sus conversión a la Iglesia Católica— y lo veía feliz mientras cada noche, llevado por sus aficiones astronómicas, escrutaba estrellas y galaxias en el cielo. Hasta que un día le hizo notar la mamá: -Hijo mío, todas esas bellezas son muy grandes. Pero sobre todas ellas estás tú. Guarda tu alma. Nada más te pide Dios y esta tu madre (Jörgensen)
Providencialmente, hoy está algo de moda entre muchos el hablar de la salvación. No es cosa de gente crédula o devota, sino de gente seria, sensata, equilibrada, creyente. Es de personas que están en el mundo, pero que ya no son de este mundo, sino del mundo venidero, porque su esperanza las lleva a vivir en el más allá, felices al pensar en la suerte que les aguarda. Nadie dirá que estas personas estén equivocadas. Porque son las que tienen resuelto el interrogante más comprometedor: -Y después, ¿qué? Después…, nada más que Dios. ¿Les parece a ustedes poco?…