La magnanimidad cristiana
7. febrero 2014 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesAcabada la Segunda Guerra Mundial, y caída Hungría bajo el poder comunista, su Arzobispo y Cardenal Mindszenty se convirtió en figura legendaria por el proceso que le condenó a prisión perpetua:
– ¡El enemigo del pueblo! ¡El aliado de los nazis! ¡El opresor del obrero!…
Toda una farsa aquel proceso. Pero, así se desacreditaba a la Iglesia en su figura más representativa.
La hipocresía del régimen no podía descender más bajo, porque se cebaba precisamente contra quien era un paladín de la caridad cristiana. Los sacerdotes de la comarca lo sabían muy bien, y como todos eran conscientes de lo pobre y hasta mal que se comía en la casa del Arzobispo, cuando lo iban a visitar le llevaban como obsequio obligado algo que abasteciera mejor la mesa del Prelado:
– Tenga, Señor Cardenal, y coma hoy un poco mejor…
Pero, ¿qué ocurría?… Que aquel día la fiesta era de los pobres, porque todo iba a parar a sus manos. Como había más para dar, más daba el Arzobispo a los necesitados, cuyas casas estaban bien fichadas en las listas de aquel Cardenal santo y mártir.
En este caso, no era una figura determinada, el Arzobispo, lo que se pretendía desacreditar por el comunismo, sino la Iglesia entera, presentándola como egoísta y desentendida del pueblo. Sin embargo, el tiro iba mal dirigido, porque no podía presentarse una mentira más descarada, ya que la Iglesia, desde sus orígenes, ha sido el paladín del amor, de la generosidad y de la entrega al pueblo necesitado.
Un testimonio muy valioso sobre la Iglesia de los primeros siglos nos dice como las comunidades cristianas ayudaban con largueza y esplendidez a los pobres, a los enfermos, a los cautivos. ¿Que estallaba una guerra, que venía un terremoto, que se echaba encima una epidemia?… Allí estaba la Iglesia, presta a ayudar sin distinción entre cristianos y paganos.
Y un dato curioso que nos ofrece el historiador. El que decía: Yo no tengo nada, yo no puedo ayudar, ¿se quedaba por esto con los brazos cruzados? No, porque era el que daba con más sacrificio que nadie. Entonces la consigna era: ¡A ayunar dos días, tres días!, y con el ahorro de lo que se hubiera comido, había para ayudar a los más necesitados…
A esta actitud de las comunidades eclesiales se le ha llamado, con mucha justeza, “La Magnanimidad cristiana”. ¡Muy bien dicho!
Porque la palabra “Magnanimidad” no quiere decir otra cosa que “ánimo grande”, “espíritu grande”, “corazón grande”.
Y ese corazón grande no puede esconderse y palpitar sólo en el pecho de un individuo particular —de Pedro, Pablo y Juan, de Mary, Rosita o Ester—, sino también dentro de un grupo o de una comunidad.
Esa magnanimidad es la manifestación evidente, palpable, comprobable por todos, de que en la Iglesia actual sigue vivo aquello de la primera Iglesia de Jerusalén: “La multitud de los creyentes no tenía más que un solo corazón y una sola alma, y nadie decía que era propio lo que poseía, porque los creyentes lo ponían todo en común” (Hechos 4,32)
Esta ha sido la formación que los cristianos hemos recibido en el seno de la Iglesia. ¿No es esto lo que, desde niños, nos enseñaron nuestras madres cristianas? Todas han tratado de educar así a sus pequeños.
Así lo hacía la Reina santa y madre de nuestra América, Isabel la Católica. Se entera la Reina que su hijo, el Príncipe heredero, era tacaño en hacer regalos a los criados que le rodeaban. Iba acumulando el niño vestidos en sus armarios, mientras que los pobres padecían frío. La Reina se presenta acompañada de un notario y de un escribano o secretario en la cámara del Príncipe, y le habla con cariño grande, con calculada severidad y con el trato que se da al Príncipe:
– Hijo mío, ángel mío, abra Su Merced esos armarios. ¿Qué hace ahí tanto vestido, ante tanta necesidad de los pobres? Sáquelos uno por uno, para hacer el inventario ante el notario, y que el escribano vaya tomando nota.
El Príncipe calla, mientras la Reina le va dando órdenes:
– Hoy, último día de Junio, ¿verdad? Pues, bien: cada año, al llegar este día, se hará nuevo inventario de lo que tenga. Y todo lo que no necesite, lo habrá de dar a sus servidores y a los pobres que vea.
Así, de este modo, es cómo nos formamos en la magnanimidad de corazón dentro de la Iglesia y en el seno de las familias cristianas.
Con corazones grandes es como se solucionan los problemas también grandes de la Humanidad.
La Reina Isabel no quería que su hijo y heredero del trono almacenara vestidos. Hoy, miraríamos la cosa desde otro ángulo de vista, y nos diríamos:
– ¿Qué hacen unas cuentas bancarias muy abultadas? ¿Por qué no se invierte ese dinero en obras y empresas grandes, que serían fuente de riqueza y de bienes para muchos trabajadores y necesitados?…
Es algo que decía con tanta autoridad el Papa de la cuestión social, León XIII: – El que emplea grandes cantidades en obras que proporcionan trabajo, practica de una manera admirable la virtud de la magnanimidad.
Corazones grandes, corazones generosos… ¡Cuántas alabanzas que les tributamos, y cuántas más se merecen! Todos esos corazones son unas réplicas preciosas del Corazón más bello que ha existido: el Corazón de Cristo. Un Corazón el de Cristo, que, por no poner límites a su generosidad, se hizo completamente pobre por nosotros, pero con su pobreza nos enriqueció a todos…