Los héroes anónimos

21. febrero 2014 | Por | Categoria: Reflexiones

Comenzamos hoy contando lo que ocurrió al Director de una exposición de arte con un jovencito estudiante.
Eran muchos los que visitaban la exposición de pintura organizada por el Ministerio de Educación para la formación de jóvenes y niños colegiales. Cuadros bellos sobre la Naturaleza, sobre la Historia, sobre la Religión, sobre el amor…, y todos ellos muy sugerentes. Un muchachito adolescente, en cuyos ojos brillaban la inocencia y la ilusión, pasaba de un cuadro a otro de dos personajes bien distintos, pero que decían mucho a su inteligencia despierta y sobresaliente.
Un cuadro, el de Alejandro Magno, el guerrero conquistador, montado en su caballo, con espada flameante y mirando a lo lejos…, como queriendo abarcar los confines de la Tierra hacia el oriente soñado.
El otro cuadro, la figura extática de Francisco de Asís, pisando el globo de la Tierra, apoyándose en una cruz y con la mirada clavada en el cielo.  
Mirados por su arte, los cuadros valdrían mucho o valdrían poco, pero el Director de la exposición observa al chico, se le acerca curioso, y entabla con él conversación:
– Veo que miras mucho esos dos cuadros de Alejandro Magno y de San Francisco de Asís. Por lo visto, te gustan los soldados y los santos.
El muchachito consiente:
– Sí, Señor Director. Son dos categorías de hombres que me entusiasman. Pero yo me estaba preguntando: ¿Quién es más ambicioso, Alejandro o Francisco? ¿Quién de los dos fue un héroe más grande? Alejandro es el hombre de bronce y hierro; Francisco, el del burdo sayal, que se entretiene en predicar a los pajaritos de la enramada, mientras asegura que eso de la guerra no le dice nada, porque él quiere ser instrumento de la paz… Me pregunto: ¿quién era más valiente?…
El Director escucha asombrado: – ¿Cómo discurre tan bien este jovencito, que apenas si ha salido de la niñez?
Y le pregunta: -Y tú, ¿por quién te inclinas? ¿Cuál de los dos prefieres?
El chico entonces, cada vez con más desparpajo y mayor aplomo: -Me inclino por Francisco, a pesar de que Alejandro me encanta. Porque Alejandro se contenta con conquistar la Tierra, mientras que Francisco no tiene bastante sino con el Cielo. Y hay más valentía en conquistar el Cielo que la Tierra.

Este muchachito nos imparte a todos una lección soberana. ¿Quiénes son los héroes? ¿Dónde se esconden los héroes? ¿Cómo se forman los héroes, tanto los de la Patria como los de la Iglesia?…
Son héroes, ciertamente, los próceres de la Patria. Y todos nuestros pueblos se enorgullecen de aquellos hombres singulares que formaron y configuraron la Nación. Valientes que se alzaron por la independencia, soldados que dieron su sangre, legisladores y gobernantes que sacrificaron su vida por el pueblo.

Junto a esos héroes, cuyos nombres gloriosos conocemos desde niños, se alinean en la historia patria multitud de héroes anónimos, desconocidos de todos, tanto más grandes cuanto más olvidados. ¿Qué decimos del agricultor —el del tractor y el del machete, lo mismo da—, del pescador, del camionero, de la madre de familia esclava del hogar, de la maestra en la escuela campesina, del barrendero de nuestras calles?… La vida escondida de todos ellos merece un monumento, porque sin ellos ni subsistiría la Patria.

Al mirar a los héroes de la Patria, se nos va el pensamiento sin quererlo a los héroes de la Iglesia, otra categoría de valientes que tienen mucho de Francisco de Asís, aunque no tengan nada de Alejandro Magno. Como aquel joven misionero de la India, confinado en una región muy difícil, al que le preguntan:
– Padre, ¿y qué recompensa tiene usted por tanto trabajo en medio de estas gentes pobrísimas?
Por toda explicación, responde festivo: -¿Quieren saber lo que me dan por estos pequeños trabajos, muy pequeños? Me dan montones de besos. ¿Saben ustedes de quién? De Éste que llevo colgado en el pecho. Cada vez que me toca hacer un sacrificio, beso mi Crucifijo. Nadie me lo dice, pero yo siento que Él me los devuelve, ¡y cómo me encienden cada vez que los recibo!…  
Hasta que viene la hemoptisis, y pregunta al Doctor: -Dígamelo con claridad: estoy tuberculoso, ¿no es así? Entonces, ¿cuánto cree que puedo vivir?
El Doctor se da cuenta de que está ante un valiente al que no puede engañar:
–  Bien, ya que lo pide de esta manera, le voy a ser sincero. Si se retira y regresa a su patria, puede vivir aún bastantes años. Si sigue como hasta ahora, cuente con año y medio o, a lo más, con dos de vida.
El misionero, impertérrito, reflexiona:
– Un año, y a lo mejor dos. ¡Muy bien, Doctor! Me vuelvo a la misión, pues aún me queda mucho trabajo. ¡Hasta que lo acabe!… ¿Y eso de volver a mi patria para curarme? No vale la pena. Allá está mi madre que reza por mí.
El Doctor se quedó helado:
– ¿De dónde este joven misionero saca tanta valentía?…

Jesucristo sembró el heroísmo en su Iglesia, y la Iglesia produce los héroes en una abundancia extraordinaria e inexplicable. Todos los Santos que el Papa coloca en los altares —con la autoridad de Jesucristo, y después de procesos rigurosísimos—, todos ellos han practicado la virtud cristiana de manera heroica. Pero, conviene precisar: -¿Son esos Santos los únicos héroes de la Iglesia?… Y hemos de responder con vigor: -¡No, ni mucho menos!

Porque son más, muchísimos más, los cristianos fieles que viven heroicamente, apegados siempre a Dios, dados a la oración constante, esclavos de las obligaciones que les impone su estado o su misión particular. ¿Quién los conoce, quién valora su valentía, quién les tributa un honor?… ¡Nadie!
Son héroes anónimos, apoyados siempre en la Cruz, y conocidos sólo por Aquel que les devuelve el beso —sin que ellos mismos se den cuenta— cada vez que hacen un sacrificio por Él: por ese Jesucristo que desde el Cielo les va diciendo, como al Francisco del cuadro: ¡Sube, sube, que tú eres más grande que el mundo, al que tienes bajo tus pies!…

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