El arte de las artes

14. marzo 2014 | Por | Categoria: Reflexiones

Una señorita elegante, rica, de alta sociedad, se había empeñado en distinguirse por su bondad, su dulzura, su humildad, y su entrega generosa y desinteresada a los otros, empeñada en conquistarlos para Cristo. Pero, ¡aquí venía la dificultad! Era de genio muy fuerte y se le comía la susceptibilidad, como reconocía con sinceridad ella misma en su examen diario:
– Quiero olvidarme de mí misma para servir a los demás. Quiero ser amable con todos, para que amen al Señor. Yo sé que me va a ser muy difícil, pues soy muy susceptible. Por lo mismo, ¡a vencerme a mí misma!
Recaía con un acto de mal genio, pero volvía a su enérgica resolución:
 -¡Señor! Dame esa paz tan necesaria, esa paz que tanto ansío y que vuelvo a perder en cada momento.
El sacerdote con quien se aconsejaba, intuye la valentía de la joven, y adivina el remedio en lo que menos ella se esperaba: -Señorita, tranquilícese. Usted ama a Dios, puesto que usted misma dice que se siente electrizada apenas le hablan del amor de Dios. La victoria de la muchacha fue total. Pensando en esto: ¿Amar a Dios, y tan cobarde para vencerme a mí misma?…, se venció en sus caprichos, dominó su carácter, acabó con aquella susceptibilidad fatal, consiguió la santidad, y ahora la veneramos en los altares: la Beata Eugenia Smet (o María de la Providencia)

La simpática joven nos lleva con este su proceder a pensar en el valor de una virtud tan humana, y a la vez tan divina y tan cristiana, como es el autodominio, la autodisciplina, el vencimientito propio, la energía de la voluntad, para conseguir eso que no se paga con todo el oro: ser unos hombres o unas mujeres cabales, y, lo que es mucho más, ser unos cristianos o cristianas de cuerpo entero.  

Una conducta como ésta es una ilusión para quien quiere distinguirse de la masa y ser superior a los demás, con esa superioridad que no engendra soberbia, sino al revés, una humildad que es capaz de encumbrar a las más grandes alturas. Porque quien lucha siempre contra sí mismo reconoce la debilidad que lleva dentro, y nunca se ensoberbece; al contrario, cada vez se hace mejor, hasta llegar a la perfección más subida.

¿Quiénes son capaces de conducirse así? Sólo las almas grandes. A fuerza de vencerse en su mal genio, en los caprichos de la sensualidad, en todo lo que las rebaja algo ante su propia conciencia, llegan a adquirir un autodominio de sí mismas que nos dejan pasmados. Son almas luchadoras, que se saben muy de memoria aquello de que la virtud se adquiere con la dureza y se pierde con la blandura (Tertuliano)

Por poner un caso de la Historia. Alejandro Magno estaba hecho a la dureza del soldado. Herido un día por una flecha, el médico ordena sin remisión: -Hay que atarlo bien para que no se mueva mientras se la sacamos y le curamos la herida. Alejandro no hace caso, y responde casi brutalmente: -Sáquenla sin más. Yo no me dejo atar. Un soberano debe estar libre y tener pleno dominio de sí mismo.
Aquel gran Papa y Doctor de la Iglesia San Gregorio Magno llamaba al gobierno de las almas “El arte de las artes”. Pero si es un arte maravilloso el saber gobernar a los demás, el arte supremo está no en mandar a los otros, sino en gobernarse y mandarse a sí mismo.
En el desempeño de esta arte, no es el jefe quien ordena al soldado; no el director quien dirige la orquesta; no es el maestro quien enseña la lección. Es uno mismo quien se ordena y se obedece a sí mismo:
– ¿Que esto me gusta, pero no me conviene? Pues…, no lo quiero aunque me muera de ganas.
– ¿Que esto no me gusta, pero lo debo hacer? Pues…, lo hago aunque haya de reventar.

Quien sabe gobernarse de esta manera llega a ser un ser humano completo y se atrae la admiración de todos, porque ven en él al caballero cabal o a la dama distinguida. Quien así procede ha llegado a poseer la mayor cultura del alma.
    Así lo enseñaban y lo hacían ya los grandes maestros de la antigua Grecia pagana. Hemos oído la respuesta de Alejandro Magno con la flecha clavada en sus carnes.
– A otro gran gobernante se le hizo la pregunta: -¿Qué provecho han traído a la población aquellas leyes tan severas? Y respondió muy seguro:
    – Han inspirado el desprecio a los deleites. Y, con ese desprecio, el abrazarse impávidos con cualquier deber (Agesilao, sobre las leyes de Licurgo).
– Se le pregunta después al mayor de los oradores: -¿Qué hay que hacer para ser uno gobernante de si mismo. Y responde: -Corregirse vigorosamente en aquello que se censura y se critica de los otros. Quien evita el mal que ve, practica siempre el bien que debe conseguir (Demóstenes)

Miramos ahora los escritos de los Apóstoles, y nos encontramos con que al cristiano le exigen este dominio de sí mismo para conseguir la cima de la perfección cristiana. Por laudable que sea la enseñanza de los grandes maestros de la antigüedad clásica, es muy superior la enseñanza del Evangelio.
– San Pedro espolea a los bautizados con estas palabras: -¡A mantenerse vigilantes! ¡A ser austeros! ¡A dejar las pasiones que antes los atenazaban! ¡A ser santos en todo su proceder! (1Pedro 1,13)
– Y San Pablo, viendo al Espíritu Santo dentro del alma del cristiano, enardecía a todos con su energía acostumbrada: -¡A caminar según el Espíritu, sin dejarse arrastrar por las pasiones desordenadas! Esas pasiones actúan contra el Espíritu, y el Espíritu contra esas pasiones (Gálatas 5,16-17)
    La lucha, entonces, se convierte para el cristiano en un orgullo y en una gloria, porque triunfa con el amor de Dios.  Ya no se trata de llegar a ser hombres y mujeres cabales, sino santos de verdad. Y ser santo como santo es Dios, y al estilo de Jesucristo, es algo que vale de verdad la pena…

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