¿Pasaron de moda los sermones?
7. marzo 2014 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesEn los Hechos de los Apóstoles leemos un versículo que es de lo más rico de toda la Biblia. Nos asegura que los creyentes de la primera comunidad de Jerusalén “permanecían constantes en la enseñanza de los apóstoles y en la unión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hechos 2,42). Lo primero que señala es la escucha de la Palabra, de lo cual venía después, como una consecuencia obligada, lo que constituye la esencia de toda nuestra vida cristiana y católica: la Eucaristía, la oración, el amor fraterno.
Comenzamos con el caso hermoso de un niño negro, bien negrito, pero de alma preciosa, allá en el Sudán del Sur, dentro del corazón del África. Está el misionero rezando, absorto en su conversación con Dios, cuando se le presenta aquel niño hecho una verdadera calamidad:
– Pero, ¿qué te pasa, hijo mío? ¿Cómo vienes con ese vestido todo roto, y con esas heridas en tu cuerpo?
Y el niño, a pesar de los golpes sufridos, feliz porque se ha podido escapar y ha llegado hasta la misión, contesta al misionero:
– Cuando le dije a mi tío el musulmán que quería venir a oír tu palabra, porque me gustaba, se puso furioso, y gritaba: ‘¡A callar! Esa palabra del Padre misionero es mala. Tú no la vas a escuchar más’. Se me tiró encima, me rasgó el vestido y me golpeó con el bastón. Pero apenas se fue, yo me vine porque sé que tú me quieres y vengo a escuchar tu palabra.
Ni más ni menos, ésta es la historia de la Palabra —la Palabra de Dios—, en la Iglesia Católica. Jesucristo dio a los Apóstoles su último mandato: “Id, y predicad a todas las gentes”. La Iglesia no ha cesado de cumplir la voluntad del Señor, que quiere hacer llegar a todos la salvación, como dice San Pablo, por medio de la “necedad”, de la “estupidez”, de la “debilidad” de la palabra.
Porque, veamos, ¿qué es la palabra? Un sonido articulado que emite nuestra boca. Pero es una voz llena de pensamiento. Y si ese pensamiento es el de Dios, que nos llega a nosotros por la palabra humana, entonces la palabra llega a ser algo grande, algo majestuoso, algo prodigioso, que realiza grandes maravillas, como son la conversión, la santificación y la salvación de una persona.
Por eso la impiedad ha querido siempre acallar la palabra de la Iglesia, que es Palabra de Dios.
Y al revés. Por eso la piedad cristiana ha sido siempre tan aficionada a escuchar la voz de la Iglesia emanada de la boca de sus ministros, que hablan y transmiten siempre el pensamiento y la verdad de Dios.
En la afición a escuchar sermones, homilías, charlas catequísticas y demás expresiones de la Palabra de Dios, se ha visto siempre como una señal de predestinación. Quien tiene hambre de la Palabra de Dios, tiene hambre del mismo Dios, y manifiesta que le pertenece a Dios, porque se las entiende muy bien con Dios cuando Dios le habla.
Hoy nos encontramos ciertamente en una época de cambios muy profundos. Vemos con temor cómo grandes sectores de la sociedad se giran hacia un laicismo muy peligroso. Son muchos los que han hecho caso a aquella consigna que hace ya más de siglo y medio lanzaba un periódico italiano, para alejar del Papa a muchos católicos, a los que les decía desafiante:
-¿Para qué ir a la Iglesia? ¡Ha pasado ya el tiempo de las homilías!…
A lo que contestaba un artículo de otro periódico:
-¡Católicos! Ha pasado ya el tiempo de oír las mil necedades que nos lanza la incredulidad. Como nosotros creemos que la predicación de la Iglesia es Palabra de Dios, vamos a escuchar las homilías y los sermones, que nos desintoxican del vaho venenoso e inmundo que nos hacen respirar tantas proclamas anticlericales y ateas.
No hay duda de que uno de los diques más poderosos que podemos levantar ante la oleada de incredulidad que nos amenaza tan seriamente, es la difusión de la Palabra de la Iglesia. Pero, como la Iglesia no cesa de clamar, digamos que la cuestión no está en que la Iglesia predique más o predique menos, sino en que el mundo escuche la palabra de la Iglesia.
Y entendemos aquí por “el mundo” no a la gente de fuera, sino a la de dentro, a nosotros mismos.
¿Escuchamos con gusto los sermones? Indicamos con ello que somos de Dios. Dios no nos estorba.
¿Escuchamos con gusto los sermones? Nuestra fe no va a morir. Se va a mantener viva para siempre.
¿Escuchamos con gusto los sermones? Nos convertimos entonces en personas de oración, porque la Palabra del Dios que nos habla nos lleva a darle nuestra contestación en diálogo íntimo, y la oración se convierte en el seguro de nuestra salvación.
Un señor que rebosaba salud, alto, fornido, sonrosado, se presenta en el despacho parroquial con su esposa, igual de lozana. El párroco, que no los veía nunca en la iglesia, les pregunta con bondad maliciosa:
– ¿Qué tal? ¿Cómo funciona el estómago, tanto el de usted como el de su señora? ¿Buenas las digestiones, verdad?… No hace falta que me respondan, pues no tengo más que ver sus rostros.
– Padre, ni que usted fuera médico. No se equivoca. Los dos tenemos un estómago muy sano.
– ¡Ya lo veo, ya lo veo! Pero no sé si está tan sano el estómago del alma. Nunca veo que se nutran del alimento de los sermones. O estómago malo, o no quiere comer. ¡Que coma el alma, y verán que sana y lustrosa se pone!
El escuchar la Palabra de la Iglesia —que es Palabra de Dios— no le cuesta a nadie los palos del sobrinito del musulmán, que destrocen el organismo. Al revés. La luz y el optimismo que inspira son el signo de que Dios ha penetrado con su Palabra en lo más hondo de nuestro ser cristiano.