En torno a la vida
18. abril 2014 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesHace muy poco tiempo leí un hecho que me hizo reír de verdad. Se trataba de un famoso político francés, el cual sentía tanto miedo a la muerte que tenía ordenado a los suyos: -Esta palabra no se pronuncia delante de mí. Si había muerto alguno de sus mejores amigos, encargaba: -Comuníquenlo ustedes a los demás; yo no me atrevo. Y los de su entorno se dijeron alguna vez: -No, yo no le digo que ha muerto su amigo. Díganselo ustedes… Pero lo malo fue cuando él se sintió seriamente enfermo. Al llegar su médico, le pide suplicante, casi con lágrimas: -¡Por favor, Doctor! Salve mi vida. Le doy un millón de francos por cada mes que me la prolongue… (Talleyrand)
Ridículo. Y más en un gran hombre de gobierno… Pero, así son las cosas.
Al leer un caso semejante, me he dicho a mí mismo: -Pues, ¡pobre hombre si se encuentra con algún maestro suyo como aquel su paisano!
Habían elegido Papa al que se llamó Eugenio III, y San Bernardo, sin miedo alguno, le escribe, casi como felicitación, una carta que con razón se ha hecho célebre, y en la que le dice: -Acuérdate que seguirás hacia el sepulcro a todos los Papas que te han precedido…
Nosotros, con sentido común, pero sobre todo con espíritu cristiano, miramos la vida como el mayor regalo de Dios; y porque la amamos, por eso precisamente no tememos ese momento en que la vida queda libre para siempre, sin que pueda ya morir.
Por lo mismo, ¿qué es lo que nosotros vemos en la vida, cómo la consideramos, cómo la queremos, qué esperamos de ella, cómo la sabemos aprovechar?…
La vida, para nosotros, es ya una eternidad empezada. Vivimos, y estamos viviendo para siempre. Lo que gozamos, lo que nos hace la feliz la vida, es un anticipo de lo que nos espera. Porque hemos sido hechos para eso, para ser felices, y felices seremos por siempre.
Tenemos salud ahora, y sabemos que después tendremos una salud tal que ya no la perderemos nunca, porque viviremos inmortales, en una juventud perenne. Amamos, y sabemos que nuestra vida se consumará en el amor, en un amor pleno, total, que no sufrirá ningún fracaso.
Y los males de la vida, aunque no nos gusten y los odiemos, los miramos como algo totalmente provisional. Como algo que Dios no quiere, por más que lo haya permitido, como consecuencia del pecado primero. Pero pasarán, y de ellos no quedará sino un recuerdo vago en la mente…
¿Por qué el cristiano mira así la vida, con este optimismo? Porque tiene fe, y no se deja guiar solamente por lo que se ve. Lo que se ve es, ciertamente, pasajero y provisorio; pero lo que no se ve es eterno.
Un Doctor no sabía cómo dar la noticia a la señorita encantadora que tenía delante. Pero la muchacha, lista y valiente, quiso restar importancia a la situación. Como quien no dice nada, pregunta sonriente y festiva: -Tengo cáncer, ¿verdad? El Médico asintió con una leve inclinación de cabeza. -¿Y debe estar muy avanzado, ¿no es así?… Nuevo gesto afirmativo del Doctor. Para concluir ella: -¡Qué suerte la mía! Empezar a vivir a mis veinte años, y cambiar una felicidad que comenzaba por otra que no acabará…
Como esta muchacha, cualquier cristiano acepta plenamente el valor de la vida actual, le da sentido, la aprovecha, la ama, la disfruta. Pero sabe no apegarse a ella, por la seguridad que tiene de que todo pasará y sólo quedará lo que la vida tiene de eterno.
A la vida actual se la valora en lo que es. -Pasan las noches, pasan los días, pasan los años, pasa la vida…, cantó un poeta muy fino (Selgas). Y al pasar, en la tierra dejan un leve recuerdo que muy pronto se borra. Pero mientras van pasando escriben una página con tinta indeleble en los anales de la eternidad.
Esto se consigue cuando a la vida se le da sentido. Cuando se sabe por qué se vive. Cuando se hace todo concienzudamente, con responsabilidad, sabiendo que nada pasa por alto a los ojos de Dios, atentos como están a lo que hacemos para darnos la recompensa debida.
Después viene la recolección de la vida, la cosecha por la que tanto se ha suspirado. La alegría del trabajador es grande cuando ve los campos repletos de mieses abundantes, de árboles cuyas ramas no soportan tanto fruto, de almacenes con la riqueza en ellos acumulada… Pasaron los trabajos del cultivo. Sólo queda ya el disfrutar de lo que se regó con el sudor de la frente.
Son inmortales los versos de nuestro poeta, tan repetidos y sabidos de todos: -¿Qué es la vida? Un frenesí. – ¿Qué es la vida? Una ilusión, – una sombra, una ficción, – y el bien mayor es pequeño; – que toda la vida es sueño, – y los sueños, sueños son (Calderón).
Un predicador bastante rancio repetía mucho estos versos. Hasta que un joven abogado le objetó:
– Muy bien, Padre. Pero a lo mejor estos versos formidables necesitan, si no una rectificación, sí una explicación. Eso de frenesí, de ilusión, de sueño…, lo podemos dejar para los infelices que han perdido la vida en tonterías mil. Pero no lo decimos de los prudentes que han aprovechado la vida actual como una preparación para la vida venidera. Cada buena acción de la vida es una factura que le pasamos a Dios, el cual se ha obligado a pagarnos. ¿Y es esto una mentira y una vanidad?…
El predicador no respondió, y se calló con mucha prudencia…
El político aquel que temblaba ante la palabra muerte, aunque dejó en testamento dieciocho millones de francos —suma fabulosa en aquellos tiempos—, resultaba un pobretón de solemnidad. No supo lo que era felicidad. Es mucho más rico y más feliz, porque no tiene ningún miedo, quien, al aprovechar la vida a los ojos de Dios, sueña en los millones que, nada más pasada la frontera, se va a encontrar en el Banco más seguro…