Con la Biblia siempre

9. mayo 2014 | Por | Categoria: Reflexiones

Había naufragado un marinero en alta mar, y cuando las olas lo arrastraron hasta la playa, lo primero que se procuró fue identificarlo: ¿Quién será?…, se preguntaban todos. Uno de los que le registraban, lanzó un suspiro:
– No sé. Yo no sé quién es. Pero les puedo asegurar que es un cristiano. Y aquí tengo la prueba.
Al decir estas palabras levantó la pequeña Biblia que el ahogado llevaba en uno de sus bolsillos. Quien se alimenta de la Palabra de Dios no es un discípulo de Marx ni de Mahoma… Pero la sorpresa de todos se tradujo en admiración profunda, y en la lección más provechosa, cuando leyeron unas palabras que el agua no había podido borrar del todo: -Esta Biblia la leí primero por obediencia a mi madre; más adelante, la leía porque quería salvar mi alma; finalmente, ahora la leo porque amo a mi Señor y Salvador.

No podíamos comenzar este mensaje sobre la Biblia, sobre nuestra querida Biblia, con un ejemplo más bello. El amor a Dios lleva a leer la Biblia; y la lectura de la Biblia enciende en el amor de Dios. Siempre será una realidad en nosotros, constatada a cada instante, aquello que Lucas nos cuenta de los dos de Emaús, que se decían entusiasmados, mientras se les inflamaba el pecho:
– ¿No es cierto que nuestro corazón ardía cuando Él nos iba explicando las Escrituras?…

El Espíritu Santo que las ha inspirado sigue activo cuando las leemos. Y como el Espíritu Santo es amor —el Amor del Padre y del Hijo en el seno de la Trinidad adorable—, cuando se pone en contacto con   nosotros mediante las Escrituras que de Él nacieron, el primer efecto que producen es encender en el amor a Dios. ¡Qué bien dicho por el bendito marinero: las leo porque amo a mi Señor y Salvador!…
Y con esto, ya tenemos el primer elemento que forma nuestras disposiciones para  leer la Sagrada Biblia. La tomamos en nuestras manos con amor. Con amor vamos escuchando la palabra de Dios nuestro Padre que se dirige a nosotros. Con amor la asimilamos. Con amor la traducimos después a la vida…

Un pintor notable lo expresó de una manera muy sugestiva en uno de sus cuadros. Una señora, sumida en profundo silencio, tiene delante en una mesita el libro de la Sagrada Escritura. Ha leído. Cierra a continuación los ojos. Apoya los codos sobre su pecho, levanta las manos, sobre las que apoya la cabeza, mientras va asimilando todo lo que Dios le dicta al corazón. No dice nada. Pero se adivina todo. El amor más profundo guarda mejor que nadie los silencios. Se levantará de su meditación y se pondrá después a trabajar, pero desempeñará sus labores llena de amor… (Burmand)

Junto con el amor, la lectura de la Sagrada Escritura requiere afán, hambre verdadera de conocer a Dios y a su enviado Jesucristo, de modo que, cuanto más se lean, más apetito den al alma.
El célebre convertido italiano que después escribió una Vida de Jesucristo, lo dice de los Evangelios, aunque podría decirlo de la Biblia entera: -Ninguna otra colección es comparable con estas cuatro gavillas de trigo celestial, que desde hace setecientos mil días alimenta y robustece a millones de almas (Papini) Y continúa con otro testimonio: -El Evangelio, divino mensajero del amor divino, debe ser leído con amor, amor del Padre, del Hijo y de la Verdad. Y el amor y la verdad, como todos sabemos, son insaciables. Cuanto más se ama, más se quiere amar y ser amado; cuanto más se sabe, más se quiere saber.

El marinero ahogado nos ha dicho que fue su madre quien le enseñó a leer la Biblia. Y otra madre, convertida al catolicismo, nos cuenta también su rica experiencia con estas palabras:
– Ya a la edad de cuatro años aprendía de mi abuela a leer la Biblia. Después, he sido yo quien he enseñado a mis hijos a leerla. Y la sigo yo leyendo siempre en cinco lenguas, y no sólo en inglés. Puedo recitar innumerables pasajes de memoria. No se me ocurre emprender un viaje sin llevarme la Biblia, lo mismo que no atinaría a ir sin el cepillo de dientes. Después de cincuenta años de trato íntimo con la Biblia, cada vez encuentro en ella nuevos sentidos y nuevos valores (Frances Parkinson Keyes)

Los pensadores más grandes, los santos más llenos de Dios, las almas más exquisitas, todos son unánimes al ponderar lo que para ellos ha sido la Biblia.
Uno la llama: Luz, medicina, alimento, guía  (Granada)
Otro la describe: Es Dios visto en el cielo y oído en la Tierra (Vieira)
Para San Vicente Ferrer es el chorro de agua que nos levanta hasta el cielo.
Y la definía un conocidísimo Arzobispo alemán: ¿La Biblia? Una pequeña biblioteca (Faulhaber). Sí, es cierto; la Biblia es una pequeña Biblioteca, pero que encierra más sabiduría que todos los libros almacenados y expuestos en todas las grandes bibliotecas del mundo.

Una de las convertidas que más han llamado la atención en el siglo veinte, nos dice emocionada lo que le pasó y cómo llegó a descubrir a Dios:
– Yo estaba sentada delante de una mesa, como si fuera la maestra, y empecé a leer en voz alta en la Biblia que había caído en mis manos. Despacio, a medida que iba leyendo, una nueva personalidad se iba apoderando de mí. Era Dios que se me iba descubriendo. Sí, era Él, porque yo me sentía sumamente excitada. La vida empezaba a ser más llena, más rica, más invitadora. ¡Había descubierto a Dios! La vida no volvería a ser la misma de antes (Dorothy Day)

¡Cuántas cosas bellas sobre la Biblia nos dicen esos ejemplos admirables! Todos ellos nos estimulan a amar la Palabra suya que Dios nos ha entregado escrita. A leerla con avidez. A traducirla a nuestra vida. Vale para la lectura de toda la Biblia lo que nos dice de sí el Apocalipsis (22, 7): -¡Dichoso el que preste atención a las palabras de este libro!… 

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