Dios que busca y espera

27. junio 2014 | Por | Categoria: Reflexiones

Cuando hablamos de Dios y el hombre, podríamos preguntarnos: -¿Quién persigue a quién? ¿Dios al hombre, o el hombre a Dios? ¿Es el hombre quien tiene interés en Dios, o es Dios quien tiene interés en el hombre?…
Hay en el Evangelio una escena sublime: el encuentro de Jesús con la Samaritana. Al parecer, todo es casual. Pero allí estaba Dios para dictarnos una lección magistral. Jesús, sediento del camino, pide de beber a una mujer que no aguantaba su sed. ¿Quién va a dar a quién? ¿Quién de los dos va a ser el primero en ofrecer y en recibir?…
El primero en pedir es Jesús: -Mujer, dame de beber.
Y también el primero en ofrecer y en dar. Ante el desprecio de la mujer que se niega, le dice el desconocido: -¡Si tú supieras quién es el que te dice “dame de beber”, tú serías quien le pedirías a él, y él te daría un agua que te quitaría la sed para siempre.
Aquí se entusiasma la alocada mujer de los seis maridos, para pedir con viveza: -Dame, dame de esa agua tuya para que yo no tenga más sed ni haya de volver más a este pozo (Juan 4)

A poco que hayamos entendido toda la doctrina del Nuevo Testamento, sobre todo en San Pablo, sabemos muy bien que toda la iniciativa de nuestra salvación viene de Dios.
Es Dios quien nos crea para salvarnos, y nos convoca a la salvación aún antes de crearnos.
Es Dios quien al vernos sumidos en la culpa de Adán y en nuestras propias culpas, se cierra los ojos para no ver nuestra maldad, y los abre sólo ante su Hijo el Redentor que se propone enviarnos.
Es Dios quien nos ha elegido en Cristo para hacernos en su presencia santos, inmaculados, amantes.

Jesucristo, el Dios hecho hombre y que nos revela al Padre, es quien se lanza detrás de la oveja perdida hasta que la reduce al redil del que se escapara.
Es Jesús, quien se autoinvita en la casa del publicano rico, para decir y proclamar: -¡Hoy ha entrado la salvación en esta casa!…
 Y es Jesús quien en la parábola más entrañable del Evangelio, nos presenta al padre bueno oteando cada día el camino por el que se fuera el hijo perdido, para ver cuándo aquel aventurero le daba la alegría de volver. Los modernos aficionados a la parasicología, dirían que el padre, con telepatía poderosa, le estaba cada día reclamando y llamando con toda la fuerza del corazón: -¡Ven! ¡Regresa a tu casa! ¡Mira cómo te estoy esperando!…

Un joven muy atrevido se enfrenta con la policía armada, es apresado, juzgado y condenado a muerte. En la prisión tiene tiempo de meditar sobre su crimen. Lee con avidez el libro de Monseñor Tihamer Toth, “Creo en la vida perdurable”, y se dice: -¿Dios me espera? Pero, ¿Dios me está esperando?…
Se rinde a la gracia. No le llega el indulto, y por esperar la justicia hasta el fin, alargan por un día más la ejecución de la pena capital. El condenado se impacienta, y al saber la causa, se queja casi angustiado: -¿Y por qué me tienen que robar un día de cielo? (Andrés Martínez Barceló, Palma de Mallorca, 1944)

Y es que Dios nos persigue hasta el fin. Somos suyos y no nos quiere perder. Hubo hace ya casi dos siglos en Inglaterra un poeta que se hizo célebre con su poema titulado El lebrel del Cielo. En él describe a Dios como un perro de caza, que corre jadeante por los campos hasta que se hace con su presa, el alma que ha huido miserablemente (Thomson, The Hound of Heaven)  

No está mal la comparación. A trueque de salvar al hombre, el Dios del cielo tiene una paciencia infinita. Y lo perseguirá de mil maneras, hasta conseguir el ¡SÍ! que le salve. Es cierto que siempre habrá que contar con la libertad de la persona. Dios no nos fuerza. Dios nos respeta. Pero, por parte suya, perseguirá a la criatura de mil maneras, hasta que consiga doblegar su voluntad rebelde.
Dios se valdrá de los medios a veces más inverosímiles.
Como hizo con aquel judío al que Dios llamaba a la fe cristiana y católica.

Era un escritor y artista muy conocido, pero eso de Jesús no le entraba en la cabeza: -¿Ese Jesús que para en el patíbulo de la cruz puede ser el Mesías que espera mi pueblo?… ¡No, por favor!…
Sin embargo, Dios, como el perro lebrel del poeta, va detrás de la presa. El escritor siente el alma vacía, no le llena nada, le aburre todo:  -¿De dónde me viene esta sed de verdad?, se pregunta.  
Una noche se va al cine para olvidar sus penas. Y en la pantalla no ve nada. Allí no adivina más que la imagen de Jesús Crucificado, que le mira…
-Pero, ¿de dónde sale esto? ¿No es acaso una alucinación?…  
Imaginación suya o no, la mirada del de la cruz se le graba en la mente.
-¡No, no la puedo olvidar!… ¡Jesús me ama!… Y rendido a la llamada misteriosa, recibía poco después las aguas bautismales (Max Jacob, 1915)

Todo esto no es más que la confirmación de una verdad tan elemental como esa que repetimos con la consabida expresión ¡Dios me ama!
Con el amor que Dios nos tiene a nosotros, se entiende todo a la primera.

Lo importante es el responder nosotros a ese amor del Señor del Cielo, que no nos necesita, pero que parece no puede pasar sin nosotros, idea que arrancó al poeta estos versos apasionados: -Pasmaos, cielos, –  de ver a mi Dios, – buscando hambriento mi corazón.
Este versificador no hacía más que recordar —con el hambre de Dios en vez de su sed—, lo que Jesús pedía a la mujer del pozo: -¡Dame de beber!…
Todo está, de parte del hombre, en querer decir SI o NO a un Dios que se presenta como un pordiosero de amor. Una vez que pide, Dios ya no hace nada más que esperar. Y se da sólo a los que saben decirle con corazón abierto de par en par: -Entra, que aquí tienes un puesto…  
 

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