Sin detenerse nunca

20. junio 2014 | Por | Categoria: Reflexiones

Es interesante la historia de Clement, un convertido francés. Militar de alta graduación, residía en Argelia, la colonia francesa del África. La crucecita que llevaba en el pecho iba a jugar un gran papel en su vida. Se la había colocado su madre: -¿Me prometes, hijo mío, que no te la vas a quitar nunca?… Y el hijo pundonoroso: -Prometido, mamá. A ti te doy mi primera palabra de honor.

Ya en su puesto, llega a recibir los Sacramentos, aunque se moría de vergüenza porque todos le señalaban con el dedo: -¿Ese mojigato en la iglesia?… Para no ceder en su fe, pide el traslado a la capital, pensando que en ella sería más fácil mantenerse en la gracia de Dios, sin que nadie se le riera.
Pero, una vez allí, le reclamaba fuerte el conocido castillo del placer y la diversión.  -¡Ven, ven, cobarde!…, le gritaba la pasión. -¡No, no!…, respondía la conciencia. Cae, se levanta, y, para fortalecer su alma se mete en un Retiro riguroso, del que sale diciendo. -¡Ahora, sí! Ahora ya me siento con fuerzas… Así es durante una temporada.
Y de nuevo la terrible tentación. En medio de la diversión dentro de aquel centro, se le pone al lado una insinuante mujer, pero, al verle en el pecho la crucecita, estalla en burlas que pisotean el orgullo del soldado. Clement se sulfura,  y se marcha furioso del local.
Va al confesor, que le dice; -Hijo mío, si el hombre cae, el ángel que hay en ti se levante. Así una vez y otra durante dos años fatales. El militar se rebulle dentro de sí mismo, mientras se dice:
– ¿Qué me pasa? Me siento torturado entre el abrazo de Satanás y la atracción de Dios. ¿Quién de los dos va a triunfar?…
Dios se hizo con el triunfo final, y Clement se convirtió después en figura ejemplar de vida cristiana.

Un caso como hay tantos, ¿no es verdad? Si, pero siempre resulta estimulante el encontrarse con personas iguales que nosotros: de lucha diaria, de caídas frecuentes y de victorias definitivas. No es la única gloria el no haber caído nunca, porque es una gloria muy grande también el haberse levantado siempre.  

Es ésta una norma que no vale sólo para las luchas del alma en su conquista de Dios. Es una regla que se aplica por igual a cualquier empresa de la vida, lo mismo al trabajo paciente de la cocina o el campo, que a los estudios y a la profesión. El desaliento, la flojedad, el estancarse en lo que se ha conseguido es lanzarse a la pérdida de todo.

Son famosas a este propósito unas palabras del gran Doctor San Bernardo:
– ¿No quieres ir adelante? No. ¿Querrás entonces ir hacia atrás? Mucho menos. ¿Qué quieres, pues? Quiero vivir de tal manera que no me mueva un punto del lugar a que llegué…. Deseas una cosa imposible, porque nada hay en el mundo que permanezca en el mismo estado.
De estas palabras se sacó la gran conclusión: -No avanzar es ir para atrás.
Esto nos lleva a considerar una vez más la importancia que tiene en la vida el cumplir la ley del progreso. El no rendirse nunca en el empeño de conseguir la perfección en todos sus niveles.
¿La salud?… El conservarla y el acrecentarla exige esfuerzo: en el comer con prudencia y en el ejercicio de la gimnasia y del deporte, que no es ser hincha del equipo favorito y contemplar desde las gradas cómo juega, sino que es caminar, correr, sudar, tal como lo exige un organismo vigoroso.
¿Los estudios?… No se trata precisamente de graduarse con brillantez en la universidad. Para la mayoría es algo diferente. Es no dejar la lectura que ilustra, o una conferencia que nos instruye, o un curso que nos pone al día en nuestros conocimientos
¿El oficio o la profesión?… Además de que la sociedad exige competencia, la dignidad personal y el pundonor no admiten el quedarse estancados en el propio perfeccionamiento.

A este propósito es muy conocido el caso de aquel jefe bárbaro, empeñado en grandes conquistas. Después de varios fracasos, un día se sienta aburrido al pie de las murallas de la ciudad. Sus ojos distraídos ven una hormiguita que emprende la subida por la pared del muro. Cansado el pobrecito animal, cae en tierra, pero emprende otra vez la subida fatigosa. Nueva caída, y nuevo empeño por escalar el muro. La hormiguita paciente consigue por fin alcanzarlo.
El jefe mongol aprende la lección.
-¡Esta hormiga es mi mejor maestra! ¡No me rindo más!…
Y de conquista en conquista se hizo Tamerlán  con un vasto imperio.

Perfeccionarse como hombre y como mujer no es cosa de un día, sino de la vida entera. Y no es fácil sino costoso, como lo indican dos frases de nuestro lenguaje común, que repetimos tantas veces y nunca a lo mejor hemos parado mientes en su significado: “Dejarse llevar de la corriente” e “Ir contra corriente”.

La comparación es preciosa. Nos montamos en una barca, y nos metemos dentro del río. ¿Llegaremos a la fuente del río al pie de la montaña, o pararemos en el fondo del mar?… Todo dependerá de que no hagamos ningún esfuerzo y nos dejemos llevar de la corriente, o de que empuñemos con vigor los remos y que vayamos contra corriente siempre hacia arriba….

Cuando aplicamos esto al crecimiento en la vida cristiana —esa vida que va a permanecer para siempre en la eternidad de Dios—, el ideal de perfección se hace mucho más exigente. Mantenerse siempre a tono, siempre en ascensión, siempre sin cansarse, siempre sin rendirse, es cosa de valientes y de santos.

El convertido que ha iniciado nuestra consideración de hoy se veía entre dos fuerzas: Satanás que le abrazaba como con tenazas de hierro, y Dios que le atraía irresistiblemente. La victoria se la llevó Dios, porque el ángel que aquel luchador llevaba dentro se levantaba siempre, aunque el hombre débil cayera una y otra vez. Es una lección que necesita muy pocas explicaciones…
 

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